Por Hugo Martini*
El verdadero efecto positivo de la destitución de Aníbal Ibarra se producirá si los males de los que fue acusado -y con razón- se revierten en una transparente y eficiente gestión de sus sucesores. Los argentinos tenemos una larga tradición de olvidarnos de los problemas reales una vez que hemos matado al chivo.
“El problema no es Ibarra, son las instituciones” y “Aníbal Ibarra es lo menos importante”. Estas dos ideas fueron publicadas en Carta Política el 6 de junio de 2005 y el 7 de febrero último. Pero lo importante es lo que hará de ahora en adelante la sociedad política y la sociedad a secas. Porque Ibarra no está, pero los problemas que su incapacidad impedía resolver permanecen.
¿Son las instituciones un traje a medida? Esta es una idea muy extendida entre nosotros. Ibarra habla de golpe institucional cuando fue un proceso institucional el que lo destituyó. La ignorancia denunció un fracaso institucional cuando el diploma de diputado de Luis Patti fue girado a comisión de acuerdo al reglamento de la Cámara. Casi nadie recuerda y menos elogiosamente, que en la crisis de finales de 2001 fueron el Congreso de la Nación y los Gobernadores de Provincia los que sostuvieron las instituciones del sistema democrático.
Este juego perverso de transformarnos en cruzados de las instituciones cuando nos conviene y negarlo cuando no nos conviene, es una de las fuentes más claras del enorme desprestigio de la política y los políticos.
En el proceso de destitución de Ibarra se produjo un cruce fértil –una forma virtuosa de la transversalidad– entre legisladores no sólo de distintos partidos sino de distintas ideas, muchas de ellas contrapuestas. Los legisladores superaron de esta manera la inefable definición del Secretario de Infraestructura de la Ciudad en junio del año pasado cuando pronunció, en las puertas del delirio, una frase memorable para la antología del atraso: “es irónico que la derecha liberal sea la que defiende las instituciones cuando, históricamente, no ha tenido otro interés que el que rige el mercado”.
El costo más alto de la masacre de Cromagnón es que tuvieron que morir 194 chicos para que se desnudara la crisis institucional y llegara al lugar donde realmente golpea: en la vida cotidiana de la gente. Porque es una de las formas de la locura que se necesiten tragedias como ésta para ajustar y mejorar la calidad institucional de la sociedad política.
Ha ocurrido un hecho que pasó inadvertido y que, seguramente, permanecerá en ese estado: los legisladores rechazaron, durante este largo año la idea de intervenir la ciudad, que hubiera sido equivalente a un golpe institucional. Se aferraron a las instituciones y al debido proceso legal del juicio político. Carta Política sostuvo esta posición en su editorial del 6 de junio pasado. Sin embargo, Ibarra dice que su destitución es equivalente a un Golpe de Estado. Siempre se puede decir algo. Con este argumento alguien puede decir, también, que a las doce del mediodía es de noche.
Cuando se dice que la oposición no existe o no cumple con su misión sería bueno recordar la destitución de ayer y, también, el caso de los 90 diputados nacionales que se expresaron contra el proyecto de reformas al Consejo de la Magistratura. Los medios podrían brindar una ayuda si sólo reflejaran, como un espejo, estas circunstancias olvidadas.
El tema central no es festejar –porque no hay nada que festejar– sino cómo hacemos de Buenos Aires una ciudad en la que de nuevo sea posible vivir. Los legisladores de la Ciudad dieron un paso, sólo un paso, en la reconstrucción del prestigio de la clase dirigente. Pero la confianza no volverá en un día. “Nada importa, todo vale” no era sólo la divisa de la impunidad de Ibarra, está en el corazón de gran parte de la dirigencia y de la sociedad argentina.
*Diputado nacional del PRO