Criticaba a los medios por “neutralizar la política sin poder sustituirla”. También a la política, por “sustituir la realidad por la ilusión”. Los individuos, “privatizados”, se habían convertido en “terminales de redes, sin función social”. Su escepticismo desesperaba, pero incitaba a pensar y desafiarlo.

Recibí la noticia en New Haven: “Murió Baudrillard”, me dijeron.

Busqué, entonces, repercusiones en las páginas del New York Times. Me encontré con una necrológica avara:
“El crítico y provocador francés Jean Baudrillard, cuyas teorías sobre la cultura del consumo y la realidad manufacturada fueron intensamente discutidas en élites filosóficas y películas masivas como Matrix, murió ayer en París”.

Me valí de la Web para saber qué había dicho Libération.

El diario parisino (alguna vez dirigido por Jean-Paul Sartre) proclamaba que había muerto “un pensador de renombre internacional”. Sociólogo, filósofo, germanista, traductor de Bertolt Brecht, nihilista y moralista: todo eso era, para Libé, “el crítico y provocador francés” del cual hablaba el NYT.

Las culturas norteamericana y francesa son, en algunos aspectos, agua y aceite. En Francia, Michel Foucault, Jacques Lacan, Roland Barthes, Bernard-Henri Lévy (BHL), André Glucksmann o Jacques Derrida, pueden ser discutidos, pero como se discute a los próceres.

En Estados Unidos, suele considerárselos confusos, contradictorios y hasta banales. Patricia Cohen –autora de la necrológica del NYT sobre Baudrillard— define al pensador francés como un “excéntrico”, que comparte su “oscuridad” con otros “postmodernistas”.

Cohen cita el libro Imposturas Intelectuales, de dos físicos –el norteamericano Alan Sokal y el belga Jean Bricmont— quienes sostienen que, “si los textos postmodernos parecen incomprensibles, es porque no significan nada”.

Recordé la discusión que –desde otra perspectiva—tuve con Baudrillard hace poco más de tres años.

Una referencia a aquella discusión apareció en Debate (“Experimento babilónico”, 31 de octubre de 2003) y luego, ampliada, en mi libro La Simulación.

Yo había conocido a Baudrillard en la Università Ca’ Foscari, de Venecia.

Participábamos de un coloquio.

Él comenzó describiendo la lamentable era post-moderna, que “sólo produce signos y códigos”. Un tiempo convertido en “infografía” de la realidad.

Habló de la “virtualización”.

También dedicó unos párrafos a la “implosión” de los significados.

Los medios de comunicación, dijo luego, “neutralizan el poder político pero no pueden sustituirlo”. Son, apenas, parte de ese “juego” de señales.

Intervine para recordar que, al otro extremo del medio de comunicación, no hay receptores pasivos, sino individuos con albedrío.

La réplica de Baudrillard fue categórica: “Los individuos han sido privatizados; les han hecho perder noción de lo público. Hoy, un individuo es una terminal de redes, que no cumple funciones sociales”.

Terminada la sesión, fuimos a almorzar. Mientras comíamos, me aventuré a sugerir que su concepción era “determinista” y, tal vez, “simplificadora”.

Ensayé, a la vez, una defensa de la política, redefiniéndola como la “resistencia organizada” a ese mundo de signos y figuras.

No estuvo de acuerdo. A su juicio, el oficio del político es seducir; esto es, “abolir la realidad para sustituirla por la ilusión”.

Intenté avanzar: “Quizás eso que usted llama ilusión sea lo mismo que otros llaman ideal: un Golem al que pretendemos dar vida”.

Baudrillard dejó de ser cuidadoso conmigo y aseguró que la política ha sido sustituida por la transpolítica, que no articula intereses sociales sino que se limita a dirimir conflictos entre políticos.

Contraataqué: ése era un cliché, propio de los medios que —según él mismo— neutralizaban al poder político pero no podían sustituirlo.

Me acusó, entonces, de banalizar su pensamiento; o de no comprenderlo.

Él creía que estábamos frente a una “destrucción” de significantes, producida por una “hipersimulación”. Eso iba más allá de la voluntad o el deseo de cada uno.

Hacia el final del intercambio, insinuó algo que yo había leído ya en un escrito suyo (o sobre él).

Karl Marx creía que, en su tiempo, las masas eran engañadas mediante una “falsa ideología”. Baudrillard cree que —como parte de la hipersimulación contemporánea— la masa está prevenida sobre la falsedad pero, aun así, quiere ser dominada por una “falsa ideología” tras otra.

Al principio me pareció un razonamiento arrogante y reaccionario.

Luego pensé que, en definitiva, Baudrillard estaba refiriéndose a la teatralización de la política contemporánea.

El teatro es una simulación compartida.

Un actor simula ser Ricardo III y —siguiendo el “realismo psicológico” de Konstantin Stanislavky— hubo actores que “fueron” Ricardo III.

El público, a su vez, finge creer que la escena es un ventanal a la realidad. Sabe que está asistiendo a una mera simulación, pero vibra y se emociona con aquello que ve y escucha.

Cuando el spot sustituye a la idea, y la encuesta vale más que la visión, toda una sociedad puede estar envuelta en sucesivas representaciones.

El pasado miércoles 7, Michel Delorme –director de la editorial Galilée— anunció que Baudrillard había muerto. Fue inevitable dudarlo. “La verdad ya tampoco existe”.

Quizás su muerte fue una simulación.

Quizás lo fue su vida.

* Rodolfo Terragno es senador radical Independiente