Cristina es muy severa con la oposición por su actitud con el Gobierno, pero ella misma, desde el propio oficialismo, hizo cosas aun más duras en circunstancias parecidas.
Por José Angel Di Mauro
Difícilmente el kirchnerismo hubiera aceptado en su seno la presencia de alguien tan áspero como Cristina Fernández de Kirchner fue con el Gobierno nacional de turno mientras ella estuvo en el llano. Máxime teniendo en cuenta que lo hacía desde el seno mismo del oficialismo.
Forma parte de la historia y el anecdotario legislativo el tortuoso pasaje de la entonces joven senadora por el bloque del PJ del Senado, a mediados de la década del 90, en pleno esplendor menemista. Sus actitudes le valieron el mote de “rebelde” y la relación terminó a las patadas y con la expulsión de Cristina del seno de la bancada del bloque que conducía el entrerriano Augusto Alasino.
Tras un paso menos estruendoso como diputada, la actitud de la entonces senadora santacruceña no fue más dócil en su vuelta a la Cámara alta, y lo sufrió el propio Eduardo Duhalde, que como presidente esperaba un mejor trato de la esposa de quien había sido durante su campaña presidencial el gobernador peronista que más lo respaldó. No fue así.
Hoy la presidenta Cristina Fernández de Kirchner rechaza de plano que exista “deuda ilegítima” y reivindica el pago de la misma. Y de momento ha archivado las bravatas contra el Fondo Monetario Internacional. Además, carga sobre una oposición que considera aliada con intereses foráneos que buscan el hundimiento del país y/o sacar rédito de la situación. Acusa duramente a los que, a su juicio, pretenden bombardear los puentes que trata de cimentar hacia los organismos internacionales.
Todo un contraste con la Cristina neo-opositora que desde el Parlamento usaba similares argumentos que los que hoy lanzan desde la oposición y merecen las peores de sus críticas. Sin ir más lejos, hace apenas ocho años firmaba un proyecto junto a otros senadores rebeldes de su bancada reclamando al Ejecutivo que entonces encabezaba Eduardo Duhalde y el Banco Central, que presidía Mario Blejer (¿les suena?), que se abstuvieran de disponer de las reservas monetarias. El proyecto revindicaba el papel del Congreso nacional como “gran controlador” y hasta reivindicaba el carácter independiente del Banco Central, recordando que el Parlamento había delegado en ese organismo “facultades que le fueran otorgadas por la Constitución”, para lo cual lo había creado “como organismo descentralizado con total independencia de toda subordinación al Poder Ejecutivo”.
Hoy, tanto Cristina como su marido diputado -que por entonces avalaba desde el Sur las movidas que instrumentaba su esposa- lanzan rayos y centellas contra quienes reclaman no mucho menos que lo que ella pedía. Aunque Cristina iba entonces más allá. Bastante más allá.
Desde su banca, ella volvía a ejercer una tarea de demolición, y le tocó a Duhalde sufrirla. Cuando la senadora Cristina Kirchner se abstuvo de votar la ley de Emergencia Pública en los albores del gobierno de Duhalde, la suya no fue una actitud aislada. Pero fue la única que quedó en el ojo de la tormenta. Los reproches para el resto de los díscolos fueron menguados y hasta en algunos casos, como en el de Liliana Negre de Alonso, se le justificó la actitud por la reciente caída de Adolfo Rodríguez Saá. En cambio, la actitud de la santacruceña motivó por ejemplo que el entrerriano Jorge Busti -luego aliado de los Kirchner- le enrostrara al presidente Duhalde el comportamiento de “tus amigos los Kirchner”.
Las vueltas de la política encontraron menos de medio año después a Jorge Busti del lado de Cristina, formando lo que se dio en llamar el “Grupo de los 8”, que expresaba la oposición interna a Duhalde en el Senado. Mas la génesis de esa rebelión estuvo en un sonado episodio que volvió a poner en el ojo del huracán a los Kirchner en general y a Cristina en particular.
Fue por la derogación de la ley de Subversión Económica, una de las tantas exigencias que el Fondo Monetario le hizo a Duhalde a cambio de una ayuda financiera que jamás le entregó. Acceder a semejante demanda le hacía ruido al propio justicialismo. No se trataba ya de la voz aislada de Cristina Kirchner, sino de todos los que se resguardaban en sus propios pruritos para resistir legislar de acuerdo con las demandas externas. Con el mismo pragmatismo que unos meses después debería sostener los mandamientos del presidente Kirchner, Miguel Angel Pichetto buscaba las justificaciones. “O somos Albania, o recuperamos un camino que nos permita cumplir con los organismos internacionales de crédito”, trataba de convencer a sus colegas, remisos a sacar de la mira a banqueros y funcionarios, como implicaba la derogación. El argumento oficial era que todas las conductas incluidas en la ley a voltear ya figuraban en el Código Penal.
¿Para qué tanta desesperación por sacarla entonces?, repreguntaban los rebeldes.
Jorge Yoma era por entonces senador nacional -en la actualidad acaba de volver a la Cámara de Diputados, después de un paso por México como embajador- dijo no recordar que en la historia argentina el FMI hubiera exigido la derogación de leyes penales y que la modificación de la norma, que era lo que ahora pretendía el Gobierno, imponía una suerte de amnistía para más de 50 causas actualmente en tribunales. Eso mismo les había advertido la jueza María Servini de Cubría, quien tenía preso al banquero Carlos Rohm y al que -amenazó- dejaría libre en la puerta del Congreso si se modificaba la norma.
“A mí no me disgusta que los banqueros estén desfilando por los juzgados; si son inocentes, bien, pero si no, que se hagan responsables de sus actos”, advertía el entrerriano Busti, para nada dispuesto a acceder a lo que el gobierno demandaba.
¿Qué había llevado a Jorge Busti a esa posición contraria a lo que el gobierno pedía como si le fuera la vida misma en ello? Duhalde acababa de honrar los pactos con el radicalismo salvando del juicio político al gobernador entrerriano Sergio Montiel, lo que desató la ira de Busti y su encolumnamiento en las filas rebeldes.
La senadora Kirchner, en tanto, se oponía desde el convencimiento de que no vendrían fondos derogando esa ley y, por el contrario, lo único que harían sería agregarle a la debacle financiera la deslegitimización del Parlamento.
Finalmente la ley terminó siendo derogada en una bochornosa sesión en la que el oficialismo cambió sobre la marcha, luego de que el Presidente le ordenara a su tropa que lo hicieran, habida cuenta que los números no daban para modificarla como en realidad pretendían. La mutación se operó de buenas a primeras, lo que llevó a Cristina a gritar: “¡Es una vergüenza! ¡No sabemos qué proyecto estamos votando!”. Y no fue la única que opinó en el mismo sentido.
Duhalde se mantenía en contacto permanente vía celular con la senadora Mabel Müller, quien en un momento dado retornó al recinto -tras un diálogo telefónico- con la orden de votar sí o sí. “No puede pasarnos lo mismo que en Diputados, donde ni siquiera hubo sesión”, advirtió, repitiendo lo que su interlocutor le había referido.
“No teníamos los votos y entonces cambiamos; muchachos, así es la política”, reconocería luego, tras la pírrica aprobación, un pragmático Pichetto al que todavía debían resonarle en los oídos el grito de Cristina: “¡Esta es una muestra más de la corrupción en la política!”.
“Es una mancha más en los episodios de corrupción institucional que se suman a la deslegitimización de la dirigencia política. Se modificó entre gallos y medianoches, nadie sabe qué es lo que se votó, nadie lo leyó, nadie lo discutió. Fue un escándalo más del sistema parlamentario”, sostuvo enfática la senadora Kirchner.
Semejantes acusaciones eran capaces de estigmatizar al nuevo Cuerpo que había venido a reemplazar al viejo y denostado Senado. No faltaría quien entonces reclamara una sanción para los oficialistas rebeldes, pero sobre todo Cristina. “Es oficialista sólo para participar de las reuniones de bloque y después va y cuenta todo lo que ahí pasa. Además, vota todo en contra y encima ahora nos denuncia”, se quejaba uno de los sobrevivientes del viejo Senado que nunca la soportó.
La senadora porteña Vilma Ibarra recordaría años después en el libro Cristina K. La dama rebelde -de editorial Sudamericana- que por esos días un senador del justicialismo se sentó frente a ella en el despacho y le dijo con franqueza: “Queremos expulsar a Cristina del bloque, no aguantamos más a esa loca”.
Amiga personal de Cristina, le comentó la charla a la santacrueña.
- ¡Que me echen, que me echen! -reaccionó la senadora Kirchner-. Ellos se creen que son peronistas, pero peronistas somos nosotros. Ellos no tienen idea de qué es lo que quiere la gente... ¡Que me echen!...
Pocos días después, Ibarra comenzó su licencia por maternidad y tardó varios meses en reintegrarse. Para entonces, José Manuel de la Sota no había logrado mover las encuestas y Duhalde había decidido que su candidato fuera Néstor Kirchner. Cuando Vilma regresó de su licencia se encontró con el senador citado, que más tarde sería uno de los principales interlocutores del gobierno en la Cámara alta y le dijo con una sonrisa: “¿No era que la iban a echar a Cristina?”.
“Callate, no me cargués”, repuso el legislador y se echó a reír.
El Grupo de los 8
Lo que se había originado con algunos tanteos por la ley antigoteo, dio lugar finalmente a la creación del Grupo de los 8, compuesto por los legisladores que no se alinearon para votar lo que el presidente Duhalde pedía. Lo integraban Cristina, Nicolás Fernández, Jorge Yoma, los entrerrianos Jorge Busti y Graciela Bar, el chubutense Marcelo Guinle y los puntanos Liliana Negre y Raúl Ochoa. Lejos del deseo de revancha, el presidente Duhalde optó por la cordura y sugirió no echar a nadie y, por el contrario, recuperar a los rebeldes. De lo contrario, perderían la mayoría en el Senado.
Activa como en sus primeros tiempos en el Senado y crítica como en la época de Menem, Fernández de Kirchner no trepidaba en lanzar sus denuncias. Estaba convencida de que se estaba legislando en función de las presiones estadounidenses y en tal sentido daba esta visión de semejante claudicación: “Antes nos mandaban marines, pero ahora nos indican las cosas que tenemos que hacer por vía satelital”.
Ahora desde el Norte se demandaba repensar la ley de Quiebras que ese mismo Gobierno había hecho aprobar... Nada quedaba de la vieja alianza de los Kirchner trazada con Duhalde, al que Cristina criticaba por no saber qué hacer con la República. “Tenemos un gobierno que ha licuado su poder, no tiene una clara direccionalidad... -reprochaba-. Ahora se va a tratar una ley de Quiebras exactamente en sentido contrario al que fue sancionada hace dos meses. Es una suerte de legislación express... En la última sesión veníamos tratando un proyecto y, como no salía, lo sacaron y agarraron otro”.
Esta vez no estuvo a la hora de votar la nueva ley de Quiebras, como tampoco lo hicieron los senadores del G-8. Empero, antes de irse, la senadora trazó un diagnóstico de lo que vendría: “En unos meses a la Argentina le van a poner la bandera de remate, pero no porque se modifique la ley de Quiebras o se instaure del cram-down, sino por la devaluación que redujo a un tercio el patrimonio de los argentinos y por la incapacidad de quienes no advierten que en economía se puede hacer cualquier cosa, menos evitar las consecuencias”.
En el recinto, disparó sobre sus propios colegas que un día votaban una cosa y al siguiente otra: “Por cuestiones humanitarias no voy a leer los discursos de algunos senadores cuando votaron en un sentido hace cuatro meses y hoy lo hacen en sentido totalmente contrario, ya que el presente proyecto es la virtual derogación del anterior”. Ese día Cristina inauguró el término “votación copernicana”.
El Congreso seguía legislando a presión. Como siempre, en función de los designios del Ejecutivo, que ahora se veía compelido a obedecer las demandas del exterior. Lo que venía ahora era un nuevo capítulo de la Subversión Económica, cuya derogación -conforme a lo previsto- había sido modificada en Diputados, lo que obligaba a un nuevo tratamiento en el Senado, donde ahora concretarían su derogación definitiva.
El G-8, liderado por Cristina y Yoma, opuso tenaz resistencia en el tratamiento previo a la llegada al recinto de la ley de Subversión Económica. Pero esta vez las cosas habían sido arregladas con los radicales, quienes tendrían la posibilidad de expresar sus críticas, mas sin trabar la modificación de la ley. Fue ahí que Cristina sacó un as de la manga que desconcertó a propios y extraños, y abrió una polémica interminable.
Esa sesión se presentó como una de las batallas legislativas más feroces en años. El radicalismo accedía a poner el número necesario para abrir la sesión, pero con la advertencia de que votarían en contra. Al oficialismo no le importaba, pues aun sumando sus rebeldías internas les alcanzaba con lo justo.
Todos los votos estaban contados y como estaban también detallados en los diarios, ya nadie podía cambiar su posición. En esos días Cristina dialogaba mucho con su colega y amiga Vilma Ibarra, y en una de esas conversaciones se dieron cuenta de que les faltaba un voto. Entonces Vilma le comentó a la santacruceña que el correntino Lázzaro Chiappe votaba en el mismo sentido que el G-8, pero estaba en Corrientes. “Lo estoy tratando de ubicar, pero hasta ahora no pude”, le comentó.
“Bueno, insistí en dar con él y vemos”, encargó la senadora Kirchner. Finalmente Vilma Ibarra ubicó al senador liberal, quien le explicó que estaba inmerso en un tema que involucraba a jueces de su provincia y que no podría estar en la votación. La legisladora del Frente Grande le dijo entonces que él no tenía idea de lo que podía pasar, porque si resultaba ser quien con su ausencia dejaba que se definiera la votación a favor de la derogación de la ley, podría ser sospechado de cualquier cosa, pues era una votación central.
“Yo estoy en contra de la derogación”, aclaró Chiappe. “Entonces vení y votá en contra. Porque te insisto: si gracias a vos sale la derogación y después vos querés explicar que votabas en contra, no te lo va a creer nadie y vas a quedar sospechado de lo peor...”.
“Bueno, voy a ver lo que hago, pero sinceramente no puedo ir...”, respondió el senador no muy convencido. Quedaba claro que el senador correntino no tenía vocación de viajar y no estaba convencido de que su voto fuera tan determinante o que fuera a quedar tan expuesto. Pero contrariamente a su pensamiento, Chiappe resultó ser el senador clave... Si estaba en la sesión, la postura del G-8 ganaba y la ley no se derogaba. Así lo reflejaban los diarios al día siguiente.
El avión sanitario
La idea de mandarlo a buscar surgió durante una nota que Cristina concedió esa mañana al periodista Marcelo Slotogwiazda, a quien podría tomarse como involuntario autor intelectual de la movida. El cruzó a ambos legisladores durante una entrevista radial y allí el correntino siguió con su actitud remisa y aclaró que además no conseguía avión para viajar.
“Bueno, pero si ese es el problema, ustedes tienen el avión de la provincia”, le comentó el periodista a la santacruceña, que recogió la sugerencia al vuelo: “Tiene razón, se lo voy a pedir prestado a Kirchner”, repuso Cristina, medio en broma, medio en serio. Pero la idea quedó dándole vueltas en la cabeza.
Al rato, Vilma Ibarra recibió el llamado de Chiappe desesperado, diciéndole que quería viajar porque hasta su familia se lo había exigido. El problema ahora era que no tenía vuelos. La senadora le respondió que se tomara el primer avión que saliera para Buenos Aires y ellos iban a hacer lo posible para demorar la sesión hasta que pudiera llegar.
Tras cortar con él, la senadora llamó urgente a Cristina para contarle lo que ya ella presumía, y fue entonces que respondió: “Chiappe es funcionario público y viene a cumplir una función pública. Le mando la avioneta de la gobernación”.
El avión Citation partió desde Buenos Aires rumbo a Corrientes y Chiappe estuvo en el Aeroparque Metropolitano poco después de las 13, donde un automóvil enviado por la senadora Fernández lo estaba aguardando para llevarlo raudo al Congreso; 20 minutos después estaba sentado en su banca. La senadora duhaldista Mabel Müller se ubicó prestamente a su lado, pero apenas alcanzó a comenzar a decirle que cómo les hacía eso después de todo lo que había hecho el gobierno para apoyar a su gobernador, pero no pudo hablar más, pues en ese instante se le dio la palabra al correntino.
La derogación de la ley se logró con lo justo, a través del doble voto del presidente del Cuerpo -alternativa excepcional que se utiliza cuando una votación termina empatada-, pero sólo se llegó a esa salida merced al abandono del recinto por parte de la senadora radical Amanda Isidori, quien obedeció así el pedido especial que le hizo el gobernador de su provincia para permitir que cayera la ley.
Los radicales votaban en contra, pero “en aras de la gobernabilidad” no dejarían caer la derogación. De lo contrario, se hubieran ido del recinto sin dar quórum. En definitiva, la presencia de Chiappe los dejó sin otra salida más que la de quedar expuestos.
Caída la ley, Cristina debió soportar el chubasco. Desde el Gobierno se difundió que el costo de movilizar un avión ascendía a 23 mil dólares, lo que fue refutado por la senadora, quien aclaró que el avión estaba en Buenos Aires y que moverlo a Corrientes había costado sólo 3.600 pesos. “Muchísimo menos que los 66.000 millones de dólares que les robaron a los ahorristas”, desafió.
Tan clave resultaba esa votación para Duhalde que el entonces presidente había deslizado la posibilidad de renunciar si no salía. Pese a ello, los Kirchner fueron a fondo. Pero nadie los acusó de destituyentes.