Introducción
Proveer energía a una sola persona es una cuestión relativamente simple: se le brinda una garrafa de gas, una pila o una vela; pero cuando se necesita proveer a una comunidad, a una ciudad o a un país entero la solución ya no es tan simple. El sector energético, en especial el de energías no renovables, requiere de soluciones públicas dotadas de una mirada estratégica pensadas a largo plazo. Sólo de esta manera se logra que tanto la producción como el consumo de energía sean realmente sustentables. Y esto no se obtiene de otra forma que no sea mediante un esquema de servicios públicos con tarifas que tengan en cuenta consideraciones de eficiencia y equidad. Este modelo ideal de política pública dista de ser el que impera en nuestro país.
Las empresas privadas durante los últimos 10 años –amparados en las medidas contra la emergencia económica– comenzaron un grave proceso de desinversión en infraestructura (y en prospección para el caso de los recursos energéticos), repercutiendo directamente en la calidad de los servicios públicos, pero nunca en el monto de las tarifas, que se mantuvieron constantes la última década. Es decir, nos encontramos ante un escenario de servicios públicos provistos de forma deficiente a precios desactualizados o distorsionados.
La crisis económica de 2001, los cambios en los precios relativos que generó la devaluación de 2002 y el descontento social que la misma produjo generó la decisión política de “congelar” las tarifas de los servicios públicos, especialmente aquellos considerados más sensibles para los consumidores (precios minoristas). Es importante destacar que mantener precios “irreales” a lo largo del tiempo genera distorsiones en la economía que pueden ser muy perjudiciales a largo plazo.
Aún así ello no despertó preocupación alguna en la dirigencia política gobernante, ya que en los años 2004 y 2005, durante la renegociación de los contratos de servicios públicos y en un contexto de bonanza macroeconómica, el Estado Nacional desaprovechó la oportunidad de corregir los mencionados desvíos y trabajar en pos de la sustentabilidad de la provisión de los mismos.
Y si a ello le sumamos la improvisación, la visión de corto plazo, el desaliento a la inversión, el manejo de los operadores del sector mediante subsidios, amenazas y concesiones arbitrarias, las licitaciones poco claras diseñadas para favorecer a empresarios afines, y la discrecionalidad en la toma de decisiones, características que signaron los últimos de gestión pública en la materia bajo análisis, las posibilidades de revertir el cuadro de situación vigente se reducen considerablemente.
Actualmente, la Argentina importa más del 25% del gas que consume a un precio 4 veces mayor al producido en el país. Y ni siquiera ello es suficiente para suplir la demanda nacional durante la época invernal, ya que tal como se evidenció en junio de este año ocurrió un faltante diario de 15 millones de metros cúbicos. En el sector eléctrico en el panorama no es muy diferente, en lo que va del año 2011 el crecimiento del consumo eléctrico registra un alza del 5% respecto del año anterior, mientras las inversiones en infraestructura disminuyen de modo constante.
Pero el consumo no es lo único que aumenta, sino también los subsidios y la deuda de las empresas públicas de energía. Según la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP), la Argentina destinaría durante el 2011 más de 40 mil millones de pesos en subsidios para mantener las tarifas domiciliarias. Sólo el sector eléctrico muestra un gasto diario promedio de subsidios de 73,3 millones de pesos, a lo que se le debe sumar la deuda pública de $ 52.391 millones que actualmente tiene la Compañía Administradora del Mercado Mayorista Eléctrico (Cammesa). Esta empresa pública, responsable de comprar cada Mwh (Megawatt-hora) a $577 y venderlo a $120, es –según el Banco Central y la Consultora Ecolatina- la máxima empresa deudora del sistema financiero argentino.
Esta marcada tendencia a la descapitalización del sector y al crecimiento indiscriminado de subsidios no deja tener su tinte electoral, ya que los excesivamente onerosos esfuerzos públicos de congelar las tarifas se centran mayoritariamente en la región metropolitana donde se concentra el 43% del electorado nacional. Si centramos la mirada en el interior del país, es evidente que nos encontramos, en la gran mayoría de los casos, ante tarifas de servicios públicos más altas; es decir, menos subsidiadas.
Las leyes de la física nos enseñan que la energía pocas veces se pierde, mayormente se transforma, pero eso sí, casi nunca se renueva. Lo mismo ocurre con el gasto público ineficaz. Por ello es necesario abandonar la visión cortoplacista, limitada por intereses electorales, que pretenden abordar un problema estructural –como el de la energía en la Argentina- con respuestas eminentemente coyunturales. Aún estamos a tiempo de adoptar una conducta responsable y promover las inversiones que recuperen la sustentabilidad del sector antes de que manera irreversible hayamos comprometido el futuro de las generaciones venideras.
Los subsidios
En este sentido, se destacan las recientes medidas del Gobierno Nacional de eliminación de subsidios a las tarifas que abonan los vecinos que residen en barrios de alto poder adquisitivo.
Los subsidios funcionan contrariamente a los impuestos, es decir, son transferencias (directas o indirectas) que el Sector Público puede hacer a la sociedad general o a un sector específico en particular. En el caso bajo estudio, consisten en que el Estado transfiera recursos a las empresas privadas, con el fin de evitar que posibles aumentos de tarifas lleguen a los consumidores finales de los servicios que ellas proveen. Un subsidio es la diferencia entre el precio real de un bien o servicio y el precio real cobrado al consumidor de estos bienes o servicios. Es decir, los subsidios reducen lo que paga el usuario, por debajo del costo del bien o servicio. Se clasifican en
1. Subsidios a la oferta (otorgados a los productores de bienes y servicios).
2. Subsidios a la demanda

Como mencionamos anteriormente, el kirchnerismo aplicó una política de gasto público de subsidiar los servicios públicos, utilizándose recursos públicos para la provisión de este servicio. La dimensión y composición del gasto público (siendo este un instrumento de la Política Fiscal del gobierno) surge de valoraciones y procesos políticos. Entendemos que existe una “valoración social”, aunque no pueda medirse con exactitud la misma, de mantener a un precio bajo los servicios públicos.
Dentro de los dos tipos de subsidios que pueden otorgarse, el Gobierno Nacional aplicó lo que conocemos como subsidios a la oferta.
Es por ello que nos encontramos con tarifas subsidiadas, las cuales se caracterizan por estar fijadas a un nivel inferior al del costo medio de producción del servicio provisto, incurriéndose en un déficit deliberado, el cual es financiado por el Gobierno Nacional mediante subsidios a las empresas prestadoras del servicio (subsidios a la oferta).
Pero como decía Milton Friedman, “there ain't no such thing as a free lunch”. Estas transferencias de fondos generan déficits en las cuentas públicas así como serias inconsistencias desde un punto de vista de la eficiencia y la equidad.
De hecho, la política actual de subsidiar los servicios públicos está generando serias dificultades financieras para el Gobierno Nacional. Se entiende, en este contexto, que se hayan decidido los recortes en los subsidios.
Si el Gobierno Nacional eliminara los subsidios a la energía y el transporte, que hace 10 años no existían, el gasto público nacional bajaría en aproximadamente 4,5% del PBI. El Gobierno Nacional pasaría así de un déficit de 2.5%, financiado por medio de la devaluación y la emisión monetaria, a un superávit de 2%. Sin embargo, al momento estas acciones han sido limitadas. Al momento, se anunciaron recortes de $4.600 millones sobre los cerca de $70.000 millones que se gastarán este año
Consideraciones de eficiencia y equidad
La eficiencia asignativa en el gasto público implica una distribución presupuestaria de los gastos públicos entre sus diferentes usos, aplicaciones o funciones (educación, servicios públicos, sanidad, defensa, seguridad, administración general, seguridad social, etc.) de modo que las utilidades marginales sociales derivadas de la satisfacción de cada una de dichas finalidades sean equivalentes entre sí (principio de equimarginalidad social del gasto público) no incurriendo en derroches o mal aprovechamiento de los recursos financieros estatal (Martin, 2005). En relación con este punto, es difícil considerar que la utilidad marginal social derivada del financiamiento parcial de ciertos servicios públicos sea menor a la que otorga el gasto público en otras áreas. Sin embargo, la forma en que el Gobierno Nacional financia a través de subsidios a la oferta es cuestionable.
Desde un análisis basado en el marco teórico de la Economía del Bienestar, la situación tarifaria actual resulta en ciertas ineficiencias asignativas. El nivel tarifario genera una merma en la calidad del servicio que prestan las empresas de servicios públicos, las cuales disminuyen en intensidad en zonas periféricas o alejadas de los grandes centros urbanos. Esto último genera una clara ineficiencia asignativa porque se utiliza la calidad del servicio como un mecanismo de asignación de recursos en lugar del sistema de precios; es decir, las personas que reciben un servicio público deficiente pagan un “precio”, pero nadie recibe ningún beneficio del precio que pagan generándose una pérdida irrecuperable de eficiencia.
Respecto a cuestiones de equidad, puede considerarse positivo el mantener subsidiado el precio de los servicios públicos. Suponiendo para simplificar que existen tres tipos de consumidores, el pobre, el medio y el rico, puede decirse que los servicios públicos son mayormente consumidos por los dos primeros, y asumiendo que el valor social de la utilidad marginal del ingreso de un individuo decrece al aumentar su riqueza, puede esperarse que la característica distributiva de subsidiar servicios públicos sea elevada. Esto es, incorporando cuestiones de equidad, quizá no sea socialmente indeseable mantener tarifas que no cubran los costos.
Impedir el aumento del precio de un bien consumido mayormente por los sectores de menores ingresos (lo cual no equivale a decir que recibe una alta ponderación en la canasta de consumo de dichos sectores ), contribuye a mejorar la distribución del ingreso.
Subsidios a la demanda – El caso del Transporte Público
Actualmente, nos encontramos con la existencia de subsidios a la oferta por la prestación de servicios públicos, realizados por el Gobierno Nacional.
Este esquema produce efectos indeseados. Es probable que las empresas traten de señalar que tienen costos mayores para, en el margen, justificar un nuevo subsidio o un aumento de los subsidios actuales. Si se destina todo el gasto público designado para la provisión de servicios públicos a los operadores del sistema (es decir, las empresas concesionarias), es probable que año tras año sea frecuente el aumento de costos para seguir justificando el subsidio a mediano plazo.
Una opción ante este sistema perverso es subsidiar a la demanda. En el caso del transporte público, puede realizarse a través de la tarjeta magnética SUBE y, de esta forma, ir reduciendo el subsidio a la oferta. Asimismo, podría considerarse dar un subsidio especial a los beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo, el cual es un padrón de 4 millones de personas. Para el caso concreto del servicio de transporte público y en un esquema de subsidios a la demanda, los usuarios podrían recibir todo o una parte del subsidio que hoy se llevan las empresas de transporte .
Un subsidio a la demanda eficiente y equitativo debería considerar los ingresos del beneficiario, los costos de viaje, el tiempo empleado y el lugar de origen . Las disparidades en el tipo de transporte, la demora y el pasajero deberían ser evaluadas. Asimismo, un análisis demográfico y socioeconómico de los distintos hogares sería necesario.
Asimismo, debe considerarse que las empresas también se ocupen de la evasión del sistema de transporte público. En un esquema de subsidios a la oferta, al tener la seguridad de recibir periódicamente fondos del Gobierno Nacional las empresas están, en cierta forma, desligadas del cobro del pasaje. Esta situación se revierte en un esquema de subsidios a la demanda.
Pese a que puede transformarse en una importante herramienta electoral y más allá del uso político que pueda tener, siempre es más eficiente dar subsidios a la demanda que a la oferta. Un subsidio a la demanda implica transferir el subsidio público directamente a la sociedad y no a las empresas. A diferencia de lo que ocurre con un subsidio a la oferta, un subsidio a la demanda permite focalizar los recursos en los más pobres.
Asimismo, la experiencia reciente del país vecino de Chile puede ser un indicio de la conveniencia de aplicar un esquema de subsidios a la demanda. Un importante dato a tener en cuenta es que en dicho país, en el caso del servicio de transporte público, los quintiles de mayores ingresos no reciben subsidios a la demanda. Concretamente, los quintiles 1 y 2 (los de menores ingresos) reciben el 48% y el 52% de los subsidios a la demanda, respectivamente.
Por otra parte, en Chile el esquema de subsidios a la demanda resolvió el problema de regresividad que existía en el anterior sistema de subsidios cruzados, en los cuales, por ejemplo, usuarios adultos de sectores socioeconómicos bajos subsidiaban tarifas rebajadas de estudiantes de todos los sectores socioeconómicos (incluyendo grupos de altos ingresos) .
Por último, es probable que este nuevo esquema de subsidios mejore la calidad del servicio. Desde el punto de vista de los usuarios, la mejora en la calidad del servicio se mide sobre la base de la disminución de tiempos de viaje (tiempos de caminata, espera, transbordos y viajes), así como en los niveles de comodidad y el precio del pasaje. Ello implica establecer mecanismos de incentivos, tales como el pago por demanda real y la entrega de mayor poder de decisión a los empresas en el manejo de las variables de gestión de operaciones, de modo de hacerlas responsables de la calidad del servicio y del costo asociado a ello, lo que permitiría optimizar el sistema con la ayuda de quienes mejor conocen el mercado del transporte público y reducir los costos y aumentar los ingresos, al incorporar a las empresas en la inducción de demanda y control de la evasión.
Conclusiones
Desde un punto de vista de eficiencia económica y de sinceramiento de precios, la política anunciada de eliminación de subsidios puede considerarse como positiva. Es decir, empieza a devolver racionalidad a un cuadro tarifario de energía que carecía de ella. Sin embargo, al aplicarse la misma, deben tenerse en cuenta consideraciones de eficiencia y equidad. La política de subsidios universales y a la oferta claramente ha mostrado ser cortoplacista e inconsistente.