La carga tributaria de la economía argentina es la más alta de la historia. Hoy se recaudan en impuestos 15 puntos más de PBI que hace diez años, con altísimas tasas de crecimiento durante esta década.

Casi una centena de tributos nacionales, provinciales y municipales gravan actualmente al ciudadano común, en actividad o jubilado, como así también a los sectores productivos y de servicios, en mayor proporción a los pequeños y medianos.

En el caso particular de los trabajadores, paradójicamente, producto de las políticas sostenidas por un gobierno auto-denominado nacional y popular, existe un permanente incremento de la tributación por efecto inflacionario y falta de actualización de mínimos no imponibles, topes y escalas, en muchos casos resignando más de la mitad del salario en impuestos.

Al mismo tiempo, sobre el sector agroindustrial también pesa un sinnúmero de imposiciones, muchas de ellas superpuestas, que literalmente castigan a la producción y desalientan fuertemente la inversión. Por ejemplo, en una explotación escala promedio localizada en la Provincia de Buenos Aires, recaen los siguientes tributos:

– De jurisdicción nacional: derechos de exportación o retenciones; impuesto a las ganancias; impuesto a la ganancia mínima presunta; impuesto a ganancias no realizadas o ficticias, por falta de ajuste por inflación; tasas aduaneras; tasa de estadística; impuesto sobre fletes marítimos; impuesto sobre débitos y créditos bancarios; crédito fiscal IVA por alícuotas diferenciales; impuesto a los combustibles líquidos y gas natural (ex-ITC); impuesto específico al gas-oil (IESP); tasa de infraestructura hídrica a la nafta y al GNC; impuesto sobre tarifas de peajes; impuesto para infraestructura eléctrica Santa Cruz; impuesto a la telefonía celular (para financiar el ENARD).

– De jurisdicción provincial: impuesto para infraestructura hídrica; para Fondo de Desarrollo Eléctrico Provincial; especial para grandes obras energéticas; sobre tarifas para la Secretaría de Energía; Ingresos Brutos; por ingreso bruto en transporte de gas; para fondo de compensación de tarifas; para fondo fiduciario de subsidio residencial; para fondo educativo; impuesto de sellos; impuesto inmobiliario urbano y rural; tasa contributiva de mejoras rurales; impuesto por carga/descarga en terminales portuarias bonaerenses; impuesto a la herencia y transmisión gratuita de bienes; aranceles interiores cobrados en ruta por salida o ingresos de mercaderías a o de otras provincias.

– Municipales: tasa de abasto por alimentos; tasa a proveedores no residentes; tasa municipal para obras de infraestructura; tasa por transporte de substancias alimenticias; gravamen por servidumbre de red pública; ABL; tasa vial de conservación de red caminera; derecho de guías sobre animales y granos.

En total, suman 38 diferentes impuestos y tasas que deberá tributar un productor. Con ello, en función del IVA, para aquellos no inscriptos, el nivel de contribución superará el 60% de sus ingresos brutos, de donde deberá deducir además los costos de explotación: salarios, insumos, capital de trabajo y su reposición, entre otros.

De este modo, lógicamente, la rentabilidad resultante del sector tiende a cero y, en muchas regiones productivas, directamente se ha vuelto negativa, sin perjuicio de lo cual el productor debe seguir afrontando semejante maraña de tributos. Y todo ello sin considerar la enorme pérdida que deben absorber como consecuencia de la arbitraria intervención estatal a lo largo de las distintas cadenas de comercialización, que no ha generado más que una fenomenal transferencia de ingresos de productores y consumidores hacia comerciantes y supermercadistas. El resultado no puede ser diferente: menos producción, inflación de la canasta básica de alimentos, desabastecimiento.

Ahora bien, ¿a dónde se destina esta masa de recursos sin precedentes en nuestra historia fiscal, concentrados principalmente en jurisdicción nacional? ¿Cuáles son los bienes y servicios públicos que el contribuyente recibe a cambio? ¿Se dirigen a políticas que promuevan inclusión genuina, a través de la generación de trabajo digno, mejor salud, educación, seguridad, infraestructura social; así como políticas que mejoren nuestra competitividad, con más y mejor infraestructura logística y energética, desarrollo regional, financiamiento o promoción de inversiones?

A juzgar por los resultados, todo indica que hemos desaprovechado una gran oportunidad.

Pese a estos diez años consecutivos de incremento de tasas e impuestos destinados a sectores de energía, infraestructura, etcétera, se han dilapidado los recursos públicos de magnitud para sostener –indefinidamente- situaciones de coyuntura, con fines electoralistas, sin resolver ninguna problemática de fondo, estructural, a mediano y largo plazo. Mientras tanto, hemos sufrido las peores inundaciones de la época, tragedias ferroviarias como las de Once y Castelar, una crisis energética sin precedentes, la pérdida del autoabastecimiento de combustibles y gas. Y ello con el agravante de la existencia de denuncias de corrupción que involucran a funcionarios del más alto nivel.

Entre las malas políticas adoptadas, cabe destacar, particularmente, la vinculada a nuestro sistema de transporte, de enorme impacto sobre los sectores populares y sobre la sustentabilidad de nuestras economías regionales. A simple vista, se aprecia el deplorable cuadro de situación de nuestra red ferroviaria de pasajeros y de carga, alguna vez emblema y orgullo nacional.

La fenomenal masa de recursos públicos transferidos sin debido control a los concesionarios, en connivencia con ciertos gremios, no se tradujo en mejoras del servicio sino que, por el contrario, se transportan cada vez menos pasajeros, en peores condiciones, con nula seguridad y a mayor precio. Algo similar sucede con el transporte automotor de pasajeros, beneficiario de subsidios que llegan a los 60.000 pesos por mes por unidad declarada y 15.000 pesos por valor diferencial del gas-oil por unidad, a lo que se suma el cobro del boleto de pasajero en favor de la empresa.

Es hora de que, en lugar de continuar perjudicando a los trabajadores y sectores productivos a través de un sistema tributario voraz, el gobierno nacional emprenda las reformas pendientes, mejorando sus políticas y la calidad de un gasto fuera de control –que este año costará no menos de 4 puntos del PBI-, que como hemos visto hoy se destina a subsidios ineficientes y a brindar beneficios a quienes no lo necesitan.

En efecto, hay que racionalizar el gasto en subvenciones, yendo progresivamente a esquemas focalizados en segmentos específicos de demanda, que lo asignen directamente a quienes lo necesiten, sin intermediación espuria pasible de corrupción; además –por supuesto- de normalizar los contratos de concesión, cesar el estado de emergencia crónico y hacer regir plenamente los marcos regulatorios.

Asimismo, resulta imprescindible discutir un nuevo esquema de relaciones fiscales y distribución de los recursos entre los tres niveles de gobierno. La acumulación de distorsiones e inequidades en nuestro régimen de coparticipación federal de impuestos resulta insostenible. Debemos revisarlo urgentemente para evitar la concentración indebida de recursos de las provincias y municipios en manos del poder central. Quien tiene la responsabilidad de gasto debe disponer del recurso correspondiente.

Esto es técnicamente factible, sólo falta decisión política. Claro está, lo más fácil hasta ahora ha sido seguir creando y aumentando impuestos.