He visto, con mucho dolor, la fotografía del joven Rosarino ensangrentado, tendido en el piso, sin vida, rodeado de ciudadanos que exhiben en sus rostros una furia barbárica, como así también otros casos de golpizas ocurridas estos días en Argentina. Esa foto evoca el lobo de Hobbes, el código de Hammurabi, la era de las cavernas, la más profunda barbarie, y se presenta como un síntoma de descomposición institucional. Uno piensa en los linchamientos y aparecen preguntas. Quizá la primera sea: ¿Podría haber sido diferente?

Las leyes fueron creadas para proteger a los ciudadanos. Sin ellas, nos encontraríamos en un estado de zozobra, en una situación de sálvese quien pueda. Con el voto elegimos nuestras autoridades y también nos adherimos a un sistema de leyes. Cuando el sistema se vuelve insuficiente, los ciudadanos se vuelven temerosos y transforman su miedo en ira y se convierten repentinamente en asesinos de su propio hermano.

Es el momento de dejar de lado las mezquindades y luchar por fortalecer las instituciones para que nos devuelvan a un estado de fraternidad y civilización. Nuestra lucha debe conjugar el doble propósito de proponer leyes nuevas, y exigir el cumplimiento de las existentes. Para que nadie más se convierta en juez y verdugo de su vecino, necesitamos que se respete la división de poderes, necesitamos una fuerza de seguridad, donde su honorabilidad no se encuentre cuestionada y que nuestros jueces y fiscales también hagan su trabajo en tiempo y forma, en vez de obedecer ciegamente a los gobiernos de turno. Asimismo necesitamos despertar a los políticos sin voluntad de diálogo y alertarlos sobre los terribles riesgos de una sociedad fragmentada porque todos estamos en el mismo barco.

Cuando las instituciones se fortalezcan, cuando las leyes sean cumplidas y su aplicación no sea caprichosa, sino igual para todos, entonces sí habrá menos delincuentes, menos corrupción, menos insatisfacción, menos enfrentamientos entre vecinos y más fe en los gobiernos. Resulta doloroso aceptar que nuestros hijos hoy crecen en un país en el que se ha vuelto común odiar al que piensa diferente, por lo tanto, en una sociedad planteada de este modo, el linchamiento es una metáfora sobre lo que hemos ganado y perdido los argentinos en los últimos tiempos.