Esta semana empezó el debate en la Cámara de Diputados acerca los proyectos para regular la protesta social. Los proyectos del FR (Giustozzi), del FPV (Pedrini) y del Pro (Sturzenegger) ubican en una relación de oposición el derecho a peticionar y el de convivencia ciudadana entendido como el libre tránsito. El del FR diferencia entre protestas espontáneas y programadas y conceptualiza a la protesta como un delito para lo cual prevé sanciones de trabajo comunitario y económicas. El Pro directamente pide la represión de los manifestantes y su encarcelamiento junto con sanciones económicas. El FPV propone la creación de una comisión de mediación para acordar el cese de la perturbación pública.

El modo en que las tres fuerzas políticas están pensando el problema se asienta sobre una falacia: la idea de los derechos en colisión. En su “Carta Abierta contra la intolerancia”, Roberto Gargarella planteó la obviedad de decir que un derecho termina cuando empieza otro. ¿Todos los derechos son igualables? ¿El Estado tiene la misma responsabilidad frente a cualquier derecho? En todo caso, aquella idea debe funcionar como la premisa que dispare el debate, no como el cierre que lo anula.

La protesta social es una acción colectiva por la que una organización le plantea al Estado de modo directo o indirecto una demanda. Este suele ser su último recurso; antes el Estado falló sucesivas veces.

Más que las motivaciones de la clase política para impulsar este tipo de ley, lo que hay que tener presente son las consecuencias en el corto y mediano plazo que aparejaría la sanción de una norma de este tipo. Las leyes son intervenciones del Poder Legislativo –o por su intermedio del Poder Ejecutivo– en los marcos de interacción futuros. El riesgo de estas iniciativas es la legalización de la criminalización de la protesta y con ella el renunciamiento del Estado a dar las respuestas que se le exigen.

Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora Asistente del CONICET con sede en el IIGG/UBA.