El 31 de octubre de 2012, al filo de la medianoche, la Cámara de Diputados de la Nación sancionó la Ley 26.774 por la cual se habilitó la posibilidad de sufragar a los jóvenes mayores de 16 años. Un proyecto de ley que habíamos presentado Elena Corregido y yo en la Cámara de Senadores y que, por suerte, tuvo una favorable resolución.

Un par de meses antes, a lo largo de las jornadas de debates abiertos, en las que muchas pibas y pibes se acercaron hasta el Congreso para hacer oír su voz, algunos mayores, defensores de concepción adultocéntrica -esa que define a la adolescencia como un estado que hay que abandonar lo más pronto posible-, sostenían que a los 16 años no se está “maduro” para votar.

La realidad demostró lo contrario: más de 480.000 jóvenes (sobre unos 600.000 habilitados) votaron en las legislativas de 2013. ¿Y qué pasó? Nada. No hubo una hecatombe; el país no estalló en cientos de miles de partículas; la democracia, lejos de resentirse, salió fortalecida y todos, todos los argumentos contra el voto a partir de los 16 años quedaron sepultados por casi medio millón de ilusiones que participaron de unos comicios irreprochables y que llevaron nuevas voces, más frescas, a las bancas del Congreso. Esto, al menos, por parte del oficialismo y sus aliados ya que la oposición, que se presenta como “la renovación de la política”, sólo aportó a algunos de los representantes de la política más vetusta y amañada de la Argentina.

También se dijo, durante aquellos debates públicos sobre el “voto joven” (así se lo denominó despectivamente desde los medios, siempre atentos a tratar de descalificar a todo lo que signifique juventud) que los legisladores no debíamos “otorgar derechos” tan ligeramente.

¡Qué error! ¿Quiénes somos nosotros, los diputados y senadores de la Nación, para “otorgar” derechos? Nada más lejos de nuestra función ni de nuestras atribuciones.

Apenas si podemos aprobar esas normas que vienen a consolidar derechos intrínsecos a sectores de la sociedad y que nosotros, por mandato popular, debemos reconocer y consolidar en leyes.

De eso se trató el voto para los mayores de 16 años. Las pibas y los pibes estaban allí, en la calle, en las aulas, en los centros de estudiantes. Militando, comprometiéndose, haciendo su trabajo social y político, ocupando espacios con sus ganas, con su tarea solidaria, con su audacia y su prepotencia juvenil. Llenos de futuro y de deseos. De necesidad de participar, de hacer oír su voz.

Estaban porque Néstor llegó a la presidencia de la Nación y decidió no dejar sus convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno, y recuperó la política, y los llamó a participar… y los ellas y ellos lo escucharon.

Estaban deseosos de votar como jóvenes, no como adultos; de expresar sus deseos y sus necesidades de jóvenes y de demostrar, como lo demostraron yendo más del 80% de los habilitados a ejercer su derecho en las urnas, que pueden ser tan o más responsables con su voto que cualquier adulto que se precie.