La muerte del fiscal Alberto Nisman es un golpe a la república. Tiene consecuencias inmediatas y otras que son difíciles de predecir. Se pueden tejer todo tipo de hipótesis alrededor del hecho, en un momento de la historia de nuestro país en que el Poder Judicial está en vías de colonización por parte de los adeptos al Gobierno Nacional y con claras señales de haber perdido su independencia, tal cual lo planteamos en un extenso debate, al momento de aprobar el nuevo Código Procesal Penal en Congreso de la Nación. Se puede pensar en tantas cosas, pero debemos ser cautelosos. El universo en donde confluyen el azar y las cuestiones complejas de la existencia, resulta apresurado manifestarse y endilgar responsabilidades o culpas. Sería una irresponsabilidad sacar crédito político con un hecho que nos excede como funcionarios y como ciudadanos. Más allá de las causas, siento que esta muerte está directamente relacionada con la libertad de todos los argentinos.

Alberto Nisman era un profesional conocedor de las leyes y alguien que se atrevió a increpar a la más alta esfera del poder para buscar justicia. Conocía que su trabajo podría acarrearle presiones extras. A todos nos resulta difícil de creer que esas presiones hayan sido disparadores de semejante final. En vez de aventurarnos a diseminar hipótesis desde los medios, debemos asegurarnos, en honor a su valentía, que la investigación que el inició sea continuada hasta las últimas consecuencias.

Había empezado a sentir que el 2015 era un año prometedor para la defensa de la república. El intento del Dr. Nisman de traer claridad en medio de tanta sombra nos resultaba un vendaval refrescante, una luz al final del túnel. Podemos pensar en muchas cosas, pero hay solo una verdadera, por lo menos hasta ahora: la justicia está de luto. ‎