“Nace el hombre con la astucia
que ha de servirle de guía;
sin ella sucumbiría,
pero, sigún mi esperencia,
se vuelve en unos prudencia
y en los otros picardía” (Martín Fierro)

Así como otros indicadores perniciosos, crecen en el país los pícaros y, al igual que las restantes virtudes, escasean ascendentemente los prudentes. Ya lo anticipó el sabio maestro de estas latitudes, el insigne José Hernández. Con la salvedad que el escritor de lo vernáculo supuso que eran mitad y mitad o algo parecido. Y la realidad de hoy patentiza una disparidad que azora.

Si algo connota sobresalientemente a la buena política es la prudencia. Este bien implica sensatez, sentido común, mesura, osadía sin exorbitancia y, especialmente, mucha, pero muchísima responsabilidad.

Si se está dotado de responsabilidad todo lo que se hace o se omite desde la función política está pensado y medido en el marco de que se debe responder. Responsabilidad supone algo esencial: control. La buena política es mucho control y ninguna impunidad. Pura legalidad, nada de discrecionalidad.

La buena política es un fino arte de combinación de dos necesidades, la de aquí y ahora y la de mañana y allá lejos. Es ineludible que la política resuelva las reclamaciones actuales, pero es indispensable que sepa sobreponerse y ejecutar estrategias de mediano y largo plazo. La buena política elude el parche así como se exige a sí misma proveer soluciones tan valederas como duraderas. El largo plazo es el socio mayoritario y decisivo de la buena política y, correlativamente, la mala política tiene un connubio la mirada baja y corta. Es conformista con las fachadas, nunca ahonda. Ir al fondo de la cuestiones le espanta. La buena pone todas sus fichas en consumar Acuerdos de Estado. La mala coloca las suyas en azuzar la discordia.

Se corrobora esta diametral diferencia si se examina el asunto de la ayuda social. Un auxilio temporario dictado y mandado por la piedad más elemental que le debemos a los desamparados, deviene en una mala política que los hunde y degrada casi irreversiblemente. Es literalmente una prueba de la perversidad de la mala política. En nombre de la protección de los humildes los termina humillando sin remedio.

Los planes de ayuda social deberían ser eso, amparo transitorio, estación de paso hacia la dignidad del trabajo. En contraste, hoy si se le ofrece trabajo a un titular de uno de los innúmeros ‘planes’, lo rechaza porque opta por mantenerse en esa situación antes que recuperar el señorío de la labor. Sí, señorío, porque en esta era contemporánea, el trabajo es el nombre de la única ‘nobleza’ admisible. Es notorio que en vez de dignificar se degrada. Es la divergencia raigal entre buena y mala política.

La buena política es honrada y austera. El claroscuro con la mala salta a la vista.

La democracia es un modo de vida que incluye, como a uno de sus elementos fundamentales, al voto. Con la boleta de un metro de largo impresa por cada partido y manipulada por los dirigentes punteriles se vulnera el derecho al libre sufragio, principalmente porque en incontables cuartos oscuros no se halla la boleta que se quiere votar o está entremezclada ex profeso con la de otras listas. Y a la hora del conteo a mano, con procedimientos decimonónicos, ineluctablemente se cometen errores, involuntarios o deliberados. Estos yerros violentan la expresión de la voluntad popular, sustancia de la democracia representativa.

En el plano del ‘modo de vida’, con confrontación sistémica, con siembra incansable del odio, es materialmente inasequible la convivencia y el respeto democráticos. Adicionalmente, con la propaganda caudalosa, a los ciudadanos se los trata como objetos y no como sujetos. La propaganda no suscita pensamiento, examen, análisis. Es simplemente inductora. Por eso la buena política aspira a menos publicidad y consignas y, en cambio, a más debates de propuestas.

Antes de la votación la mala política se apronta acumulando mercaderías – no ideas–, comestibles y artefactos hogareños (para casas que irritan por su precariedad y para vecindades olvidadas durante todo el tiempo, salvo el preelectoral). Cuanto más pueda distribuir, más sufragios para ella. Repudiable, ¿no es cierto? Sin embargo es lo que prosigue haciendo la mala política. La otra, la buena, intenta, con enormes dificultades, encauzar esas energías humanas y esos recursos materiales hacia obras transformadoras. Pero la victoria, en gran medida, la va logrando la ‘mala’.

¿Existe la buena política? ¡Claro que sí! Empero está muy arrobada y arrinconada. Requiere de mucha conciencia cívica y de una gran reacción ciudadana. Reclama que emerjan esas virtudes hoy escondidas que nuestros abuelos llamaban valores morales y algunos de ellos le adunaban el sentimiento del patriotismo.

*Diputado nacional y del Parlasur

UNIR, integrante del Frente Renovador

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