El Papa Francisco habló en el Capitolio. Fue el primer Sumo Pontífice en hacerlo. Varias veces su discurso se interrumpió por resonantes ovaciones, hasta el punto que el ‘duro’ republicano y presidente de la Cámara de Representantes (diputados), John Boehner, no disimuló sus ostensibles lagrimones.

¿Acaso Francisco aduló a los congresistas embozando su postura pastoral? ¿Calló censurar al armamentismo, la antiinmigración, la desigualdad, la discriminación y otras calamidades? Todo lo contrario. El Papa no ocultó ninguna de esas lacras. Las abordó a todas y sin ambages.

En un ámbito en cual sobresalen posiciones bordeantes con el belicismo, que traspasan largamente la frontera del amor al prójimo – cuando literalmente menosprecian al otro, al diferente, al miserable inmigrante –y que exteriorizan uno de los pecados capitales, la soberbia, el Papa no hesitó en hablar claro con palabras indubitablemente de unidad y de respeto por todos.

¿Cómo es posible que en un recinto donde dominan la inflexibilidad, la dureza y hasta la insensibilidad por quienes sufren haya despertado tanta adhesión, inclusive hasta lo estentóreo? No hay dudas, se trató de las formas, de la suavidad de las maneras, de la placidez de la actitud y por supuesto de que, en medio de sus severidades, supo introducir una palmada para la sana vanidad norteamericana cuando les rubricó eso de que “esta tierra ha sido y es la que cobija los sueños de libertad”.

Francisco aplicó a rajatabla el añejo aforismo de cuna eclesial: “Suave en las formas, duro en la sustancia”,

Se pueden expresar muchas cosas, gran cantidad de ideas y propuestas, aun las más incómodas para el interlocutor, siempre que se preserve la empatía esencial, esa que permite mantener abierto el diálogo. Dejar siempre abierta la puerta. Jamás cerrarla. Con el umbral franqueado es posible ahondar los asuntos, inclusive los más espinosos.

La mejor forma de ser escuchado, de hacerse oír, es hablar de buena manera, sin vehemencia agresiva, con fogosidad sincera. El otro valora nuestra franqueza, pero le repugna nuestra violencia.

Jorge Bergoglio pudo interpretar los anhelos, las ansias, las esperanzas, los sueños, las enormes ganas de justicia de millones de seres en el corazón del poder mundial, el Capitolio ¿Cómo? ¿Ese corazón no está en Casa Blanca? Sí y no. En el Salón Oval hay un ocupante descollante con muchas potestades, pero en el Capitolio no está instalada una escribanía, sino un colectivo fortísimo que le ha doblado la mano a muchos presidentes. No refrenda así nomás lo que se hace en Ejecutivo.

Cuando entre nosotros y en general en nuestra América son más los discursos encendidos que los efectivos, más las proclamaciones que los hechos, más las insolencias y agresiones que las invocaciones genuinas a la unión, es notorio que persistimos en el mal camino. Confundimos convicciones con inflexibilidad, unidad con debilidad y fortaleza con agresión. Andamos tozudamente a la búsqueda de los falsos dilemas, en lugar de hurgar el rumbo de la convergencia.

La enseñanza del Capitolio es que se puede señalar un derrotero contrastante con la realidad generando la simpatía de quienes a priori parecían impermeables a cualquier exhortación a la paz y la justicia.

Ignoro si esa enseñanza caló tan hondo que llevó a Boehner a dimitir como presidente de la Cámara ‘cansando de tanta fractura’. Lo que sí sé es que el mundo y nuestro país necesitan mucha más verdad que violencia y comprender definitivamente que si algo hay que encender en el pueblo es la capacidad creadora del trabajo y no la enceguecedora del odio.

Algo para el final: ¡qué orgullo nos deparó cuando el Papa les dijo a los norteamericanos que él pertenecía al mismo continente de la libertad! En esa mención estamos los 42 millones de argentinos, los 350 de sudamericanos, todos nosotros, de México hasta los confines.

*Diputado nacional y del Parlasur

(Unir, integrante del Frente Renovador-UNA)

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