Tras el rechazo a los pliegos de los jueces, un llamado a la reflexión sobre la cantidad de cargos vacantes que deben cubrirse por consenso multipartidario.
El rechazo por el Senado de los pliegos de los candidatos a jueces de la CSJN de la Nación propuestos por el Gobierno de Javier Milei es -sin dudas- una muy buena noticia cuyo mérito debe ser compartido por todos aquellos que, desde diferentes lugares, dimos la pelea para evitar la consumación de ese acto vergonzante para la salud republicana.
Pero logrado este triunfo, cabe preguntarnos cómo hacemos para seguir adelante y salir del atolladero en que estamos.
Aun cuando esta etapa de la vida institucional aparece marcada (en palabras de Roberto Gargarella) por “la ruptura entre la democracia y el constitucionalismo” y la incapacidad del sistema político y del Poder Judicial de poner límites a la vocación autoritaria del Presidente y su entorno, la decisión del Senado de rechazar los pliegos es un saludable límite en defensa de nuestras maltrechas instituciones.
El Presidente debe aprender que no todo está permitido, hay límites que debe respetar.
El rechazo de los pliegos es consecuencia de que la nominación de Ariel Lijo era indigerible (sólo debería ser candidato a ser removido de su cargo actual), pero también de la prepotencia institucional del Presidente que, ante la dificultad para el consenso, pretendió meter jueces en la Corte Suprema por la fuerza de un decreto sin acuerdo del Senado, violentando groseramente el espíritu de la Constitución.
El episodio Lijo y (Manuel) García-Mansilla ha concluido con una durísima derrota auto infringida por el Gobierno, y un triunfo modesto, pero necesario, para la supervivencia de las instituciones republicanas.
Sin embargo, el problema sigue sin resolverse: la Corte Suprema tiene solo tres miembros y si bien ello no tiene la gravedad que el Gobierno ha pretendido darle para justificar sus avances autoritarios, ciertamente está lejos de ser una situación deseable y sostenible en el tiempo.
Pero, además, esto es solo parte del problema pues también están vacantes los cargos de Procurador de la Nación y de Defensor de Pueblo, también los integrantes del colegio de auditores de la Auditoria General de la Nación, y podríamos a ello agregar la Defensoría de Niños, Niñas y Adolescentes y la Procuraduría Penitenciaria; cargos todos ellos que requieren consensos políticos que parecen imposibles de alcanzar.
Como suele suceder en el propio problema quizás esté la solución. Esta multiplicidad de cargos a cubrir, todos los cuales requieren amplios consensos multipartidarios, tiene la virtualidad de abrir la posibilidad de buscar acuerdos transparentes que permitan la cobertura de todas esas vacantes.
En una charla organizada por la sociedad civil en el Colegio de Abogados de Buenos Aires el prestigioso constitucionalista Roberto Gargarella, Doctor en Derecho por la UBA y por la Universidad de Chicago e investigador superior del CONICET afirmó: “El texto de la Constitución argentina del '94 vino a reflejar de manera muy fuerte la idea de que hay que bajar las atribuciones del Presidente y aumentar en mayor medida el consenso”.
Algunos politólogos se inclinan a pensar que el problema es la Constitución, cuando en realidad el problema somos los políticos, que pretendemos actuar por fuera del marco constitucional. Raro. Porque la Constitución Nacional es un acto político, nacido de acuerdos políticos, realizado por políticos que acordaron de allí en adelante limitar el poder presidencial a cambio de una prolongación temporal del mandato.
El Gobierno tendrá que decidir en las próximas horas si emprende el camino de la Constitución y busca el consenso con el resto de los actores políticos, o reitera el camino de la confrontación.
El camino constitucional del consenso tiene como requisitos que todas las propuestas para cubrir la multiplicidad de cargos deberían tener un piso alto de idoneidad y decencia de quienes sean postulados. No son admisibles ni deseables nuevos “Lijos”, pues ante tales propuestas la negociación se convierte en “negocio”.
Pero desde ese piso no negociable de idoneidad y decencia deberían abrirse instancias de representación de todas las corrientes de pensamiento y acción política de la vida nacional que permita la cobertura inmediata de todos esos cargos vacantes, todos los cuales son imprescindibles para avanzar en la calidad democrática y republicana de las instituciones.
¿Será posible? Supongo que ello dependerá de cual facción del oficialismo se imponga en la desordenada y caótica mente presidencial. Si los sectores de pensamiento racional se imponen, vía Jefatura de Gabinete o la segunda línea del Ministerio de Justicia, puede iniciarse un camino de construcciones de consensos que saque al Gobierno del atolladero en el cual se ha metido y le otorgue al sistema republicano una esperanza de redención.
¿Por qué no imaginar un amplio acuerdo por el cual se designe en los cargos de la Corte, las Defensorías, la Procuración y la Auditoría General a un conjunto de hombres y mujeres de indiscutible idoneidad técnica y probidad moral representativos de las variadas corrientes del pensamiento ideológico y partidario nacional? ¿No sería ése un triunfo destacado para un gobierno cuyo apego constitucional es -con toda razón- severamente cuestionado? ¿Alguien puede negar que uno de los grandes éxitos de (Mauricio) Macri fue haber logrado designar dos jueces de la Corte pese a su minoría en el Senado? ¿O que Néstor Kirchner cimentó el rearmado de su primer mandato sobre la base de conformar una Corte de indiscutible calidad técnica y humana?
Otro será el resultado si el Presidente cede al mesianismo adolescente de su principal asesor y pretende volver a recorrer el camino de la imposición autoritaria. Allí solo anida el conflicto, el vacío del poder y la tentación autoritaria, acechante a la vuelta de la esquina.
Todavía es posible recuperar el camino del diálogo y los sabios mandatos de la Constitución de 1994: consenso o caos.