El diputado nacional (MC) describió el legado del papa Francisco y, al igual que todo el espectro político, lamentó la distancia que nuestro país tuvo con el Vaticano durante los 12 años que fue el sumo Pontífice.
Murió Francisco. Y con él, se fue el argentino más importante de la historia moderna. El hombre que, sin buscarlo, llevó la argentinidad hasta el último rincón del planeta, sin haber sido jamás del todo aceptado en su propia tierra.
Murió casi en el exilio, como José de San Martín. Alejado de las calles que conocía de memoria, de las veredas de Flores, del aroma a pan en los pasillos del subte A. Murió sin haber vuelto a su patria como Papa, no por falta de voluntad —al menos no la suya—, sino por esa tensión sorda, ese malestar constante que supimos cultivar como país cada vez que uno de los nuestros se eleva demasiado.
Y murió pobre, como Manuel Belgrano. Sin bienes, sin gloria material, sin bustos en las plazas de su barrio que lo representen como lo que fue: el líder espiritual de más de mil millones de personas. Un hombre que, desde Roma, hablaba de los pobres, de la justicia, de la necesidad de una Iglesia con olor a oveja, mientras desde Buenos Aires algunos lo reducían a una caricatura política, como si la única forma de comprenderlo fuera etiquetarlo, encapsularlo, silenciarlo.
El Papa Francisco no fue solo un jefe de Estado. Fue un faro en tiempos de oscuridad global. Un defensor del ambiente antes de que el planeta se incendiara. Un agitador de conciencias frente a la indiferencia social. Un argentino que caminó los pasillos del poder sin olvidar el barro de las villas.
Y sin embargo, aquí, en esta tierra suya, fue amado por muchos, pero también ignorado, subestimado, e incluso vilipendiado por otros. Tal vez porque no se dejó domesticar por ninguna estructura de poder. Tal vez porque nos cuesta abrazar a quienes se nos escapan de las categorías cómodas. Tal vez porque, como nos pasa tan seguido, necesitamos que alguien muera para empezar a entender quién fue en verdad.
Hoy, el mundo llora a Francisco. En las calles de Manila, en los barrios pobres de África, en los pasillos silenciosos del Vaticano, se lo despide como a un santo, como a un revolucionario de la fe. Mientras tanto, en Argentina, el duelo es más ambiguo. No por falta de afecto —que lo hubo—, sino por la incomodidad de tener que asumir que fuimos casa, pero no siempre hogar.
Se fue el Papa. Se fue Jorge. Se fue Francisco. Y con él, se fue también una oportunidad: la de habernos reconciliado a tiempo con nuestra propia historia, mientras aun latía.