En plena crisis social, Milei redefine la relación laboral como un simple “intercambio voluntario”, borrando de un plumazo la explotación y la desigualdad. Pero la realidad, lejos de sus juegos de lenguaje, no se deja abolir con metáforas.
En un país donde más del 50% de los trabajadores se encuentran en condiciones de informalidad, donde los salarios pierden contra la inflación y la movilidad social se resquebraja como yeso viejo, el presidente Javier Milei ha decidido irrumpir en el debate público no con datos, ni con políticas concretas, sino con un juego lógico que pretende –según él mismo– “destruir la teoría de la explotación”. El método: reformular el intercambio laboral en términos puramente abstractos, como si estuviéramos en un aula de filosofía escolástica del siglo XIII o en un club libertario de Stanford, lejos del olor agrio del subte en hora pico.
“Ustedes le compran dinero a su empleador a cambio de trabajo”, afirmó el presidente. “Se acabó la teoría de la explotación. Salvo que los trabajadores estén explotando a los empresarios”.
Lo primero que llama la atención no es el fondo de la afirmación –repetida en ciertos círculos–, sino su forma. La sentencia se presenta como un truco retórico que, al igual que los antiguos sofismas, intenta clausurar una discusión filosófica y política milenaria con un mero cambio en el lenguaje. Como si redefinir los términos fuese suficiente para abolir la realidad.
Y aquí es donde, como advertía Edmund Husserl, se vuelve imprescindible distinguir entre las ontologías regionales. Es decir, entre los objetos ideales (como una teoría económica) y los objetos reales (como un obrero que trabaja 10 horas por día y no llega a pagar el alquiler). El presidente se mueve con comodidad en el mundo ideal de los conceptos, donde las relaciones sociales se presentan como ecuaciones simétricas entre oferentes y demandantes, todos libres, todos iguales. Pero esa geometría pura choca contra la rugosa realidad social argentina, donde las condiciones materiales distorsionan cualquier pretensión de equilibrio.
Karl Popper, crítico de los dogmatismos disfrazados de ciencia, ilustraba este mismo problema con una metáfora encantadora: “Uno más uno es dos en el mundo de las matemáticas, pero un conejo más una coneja pueden dar lugar a decenas de conejitos”. En la realidad pasan cosas. Lo que en la teoría es exacto, en la experiencia es caótico, imprevisible, desigual. Y lo que Milei olvida –o decide ignorar deliberadamente– es que la política se desarrolla en el mundo donde pasan cosas, no en el mundo donde los intercambios son siempre justos porque así lo dictan los axiomas.
Presentar la venta de fuerza de trabajo como un “acto voluntario de compra de dinero” no solo desnaturaliza la relación capital-trabajo, sino que elimina de un plumazo las condiciones estructurales que determinan ese intercambio. En la lógica del presidente, quien trabaja por 250 mil pesos por mes lo hace por placer o por error de cálculo, no porque no tenga otra opción. Los desempleados serían simples consumidores de dinero fallidos. Este discurso no es nuevo, pero sí peligroso cuando se pronuncia desde la cúspide del poder. Porque despolitiza la injusticia. No hay explotación, no hay desigualdad, no hay lucha de clases: hay errores semánticos. La pobreza es, entonces, un problema de gramática.
Pero la realidad insiste. Insiste en las ollas populares, en los pibes que dejan la escuela para trabajar, en los jubilados que fraccionan los remedios. Insiste en que el trabajo no es solo un intercambio, sino una relación social cargada de poder. Y que, en una economía con un 40% de pobreza, no se puede invocar a Rothbard como quien recita a Euclides.
Mientras Milei filosofa con fórmulas que se disuelven en la praxis, millones de argentinos esperan respuestas. No juegos de lenguaje. No metáforas altaneras. No la negación de su dolor disfrazada de brillantez.
En la política real, las ideas se prueban en las personas, de carne y hueso. Y las personas, señor presidente, no entienden de sofismas. Sienten hambre.