En este 25 de Mayo, una reflexión sobre la identidad argentina, entre recuerdos de un país que soñó en grande y la esperanza de un futuro que aún puede reconstruirse. Un llamado a reencontrarnos con lo que fuimos para poder imaginar lo que podemos volver a ser.
Hay una forma de tristeza que solo conocen los países que alguna vez soñaron en grande. Argentina es uno de ellos. Supimos tener una autoestima colectiva que se apoyaba en el trabajo, en la educación como escalera social, en la palabra empeñada como garantía de futuro. Éramos una sociedad que se reconocía en ciertos valores simples: el esfuerzo, la familia, el saber compartir lo poco o lo mucho. Hoy, algo de eso se ha deshilachado, y no es solo por crisis económicas o vaivenes globales: es también porque olvidamos mirarnos con honestidad.
La historia no es un museo de fechas ni un listado de próceres de mármol. Es una conversación entre generaciones. Y si uno escucha con atención, los ecos del pasado todavía tienen algo para decirnos. A principios del siglo XX, este país recibió millones de inmigrantes que venían a “hacerse la América”, y aquí lo lograban. No por magia, sino porque había un pacto invisible: quien trabajaba y se esforzaba podía progresar. Ese pacto hoy parece roto. No porque la gente haya perdido las ganas, sino porque muchos ya no creen que el esfuerzo tenga recompensa.
Las grietas más profundas no siempre son políticas: a veces son emocionales. La desconfianza se ha vuelto norma, el cinismo un escudo. Nos cuesta creer en el otro, en las instituciones, en las palabras. Hemos perdido algo esencial: la capacidad de proyectar a largo plazo. Vivimos como si el futuro fuera una amenaza, no una promesa. Y sin esa proyección —que es el alma del progreso— nos convertimos en sobrevivientes, no en ciudadanos.
Pero incluso en medio del desencanto, hay señales. En las aulas, donde un maestro se empeña en formar, aunque falten recursos. En los barrios, donde la solidaridad sigue siendo el músculo secreto de la convivencia. En las familias, que resisten, aunque la rutina duela. Hay algo en este pueblo que se niega a caer del todo. No es mística: es identidad. Y esa identidad, aunque herida, sigue viva.
Por eso vale la pena insistir. No con consignas vacías, sino con memoria activa. No con nostalgia estéril, sino con compromiso real. La Argentina no necesita que la salven: necesita reencontrarse. Y eso empieza por cada uno de nosotros, con un gesto diario de dignidad, con una mirada menos hostil, con una pregunta menos cínica y una respuesta más generosa. A veces, volver a ser grandes es simplemente volver a ser buenos.