Desde su lugar de detención, CFK vuelve a mover las fichas del tablero político: impulsa a su hijo como posible heredero del kirchnerismo, mientras busca reconfigurar su rol como gran electora del peronismo. En medio de tensiones internas, críticas a Axel Kicillof y una estrategia de victimización, la expresidenta intenta sostener su influencia en un espacio que enfrenta su mayor crisis de liderazgo y renovación.
Cristina Fernández de Kirchner mueve sus piezas, como si la política fuese un tablero de ajedrez: mandó a su hijo Máximo a la aventura de sondear en la opinión pública si le da el piné para ser su sucesor o heredero.
No es que Cristina quiera de un plumazo abandonar la política. No. Es un pedido de los hombres y mujeres que la acompañaron en cargos públicos durante las dos décadas de la dinastía creada por Cristina y Néstor Kirchner y que ven la posibilidad de quedar a la deriva.
En ese camino, la expresidenta hizo desde su lugar de detención un primer paneo de la política vernácula en el que analizó un peronismo con todas sus tribus y figuras desconcertadas y un Gobierno agazapado y expectante, midiendo todos qué hacer.
Con ese primer diagnóstico, Cristina diseñó un plan para generar en torno a su detención un relato con tono dramático, de una política proscripta, con todo lo que significa eso en el partido de Juan Perón.
De esa forma, la titular del PJ -quien estaba de capa caída y con varias elecciones provinciales perdidas a cuestas este año- pretende ser en adelante la gran electora del peronismo y entronizar a su hijo Máximo como el heredero de la dinastía K.
Como informó oportunamente parlamentario.com, Cristina supo anticipadamente que sería condenada y movió sus piezas sigilosamente: lanzamiento como candidata en la entrevista con el Gato Sylvestre y luego, tras el fallo, asunción del papel de víctima.
En paralelo, lanzó arriesgada y sin otra alternativa a Máximo Kirchner a hablar en los medios para intentar modificar la pésima imagen que tiene su hijo ante la opinión pública, tanto él como su agrupación, La Cámpora.
De esa forma, intentó aminorar el descrédito y, a la vez, explorar una posible sucesión y hasta una incursión electoral el 7 de septiembre, en lugar de Cristina, como pope en la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires.
La condenada expresidenta, en otro movimiento de pinzas, empoderó a su obediente jefe de interbloque del Senado, José Mayans, en el PJ para intentar reanimar -o resucitar- un partido del que Cristina siempre renegó.
La expresidenta no ve en Axel Kicillof ni un sucesor ni un heredero y está “muy dolida” porque cree que el gobernador bonaerense no le “paga” con gratitud y sumisión haberlo encumbrado a la política nacional como ministro de Economía y luego mandamás provincial.
No lo combatirá, pero le llenará el camino de piedras y le hará la vida imposible, aunque ello no quiera decir que Cristina, siempre pragmática, termine arreglando con Kicillof las listas para la elección del 7 de septiembre.
Pero la expresidenta da señales inequívocas: no habla de unidad y abre el paraguas ante una posible derrota por “culpa” de Kicillof por haber adelantado las elecciones al 7S.
Solo habla de copar con los K las listas y lo más arriba posible, resistiendo hasta donde pueda la inédita y audaz decisión del gobernador de tratar de tener el mayor porcentaje de candidatos de su partido el Movimiento Derecho al Futuro (MDF).
Cristina no quiere saber nada cuando escucha que es el final de la era K y rezonga, refunfuña y pone gritos en el cielo, acostumbrada a mandar con látigo durante las últimas dos décadas de la política argentina.
Ahora, sola más que nunca, sabe que depende del áurea de un balcón, que puede llegar también a tener sus bemoles, para estirar o alargar agónicamente su ascendencia sobre un sector político -el kirchnerismo y La Cámpora- que transita su inexorable ocaso y recambio generacional.