Nuevas brújulas para aguas sin cartografiar

Por Jorge Argüello. El embajador argentino en Nueva York advierte que la pandemia hará que la desigualdad se acentúe y alimente mayores conflictos a nivel global y local.

La pandemia del Covid-19 será recordada en la historia como una de las disrupciones mundiales más repentinas y conmocionantes a la vez. Nada antes golpeó a una parte tan vasta del mundo moderno a tanta velocidad y con consecuencias económicas y sociales tan devastadoras y generalizadas.

Todas las agendas comparten una idéntica prioridad: el Covid-19. Pero, más allá de la emergencia, continúan pendientes los grandes problemas globales: el comercio, el endeudamiento, el cambio climático, las migraciones, la administración de tecnologías como el 5G, las guerras en curso y muchos conflictos institucionales, como los que se verifican en nuestra región.

La pandemia se propagó en un mundo de características definidas que hicieron posible su avance. Todo virus necesita de un portador. El Covid-19 llegó a un planeta poblado y urbanizado como nunca en su historia. Más de la mitad vive en ciudades, ahí donde el contagio es más probable.

El virus también se esparce mejor con alta circulación. La actual población mundial se desplaza en grandes contingentes y rápidamente. En 2018 el turismo fue récord (1.400 millones de viajeros). Ellos fueron los grandes mensajeros del virus.

Esta pandemia afecta especialmente a los adultos mayores, en un mundo que envejece: en 2019, hubo más gente en el mundo mayor de 65 años que menor de 5 por primera vez en la Historia.

El Covid-19 irrumpió además en sociedades, economías y gobiernos endeudados y debilitados por la recesión heredada de la crisis de 2008, agravada por una guerra comercial. El actual frenazo masivo eclipsó la Depresión económica de los años 30.

Las tendencias proteccionistas, aislacionistas y nacionalistas tampoco ayudaron. La debilidad del sistema multilateral se acentuó cuando cada Estado comenzó a responder a la emergencia con sus propias fórmulas, incluso cerrando fronteras.

Y el planeta: el virus lo encontró con sus defensas muy bajas, exhausto y estresado por la explotación de sus recursos, sin frenos al acelerado proceso de calentamiento global que favorece enfermedades y pandemias.

Respuestas

Hubo distintas estrategias nacionales sanitarias, de comunicación y económicas. Unas tuvieron resultados aceptablemente buenos, otros discutibles y trágicos. Podemos discutir esas estrategias, pero ninguna se ha probado infalible.

Dos aspectos centrales que determinaron esas respuestas nacionales. El primero es la característica más condicionante de nuestra época: la desigualdad. Los países más pudientes hicieron valer el peso de sus economías para enfrentar al virus: en la salud, con recursos sanitarios; en la economía, con recursos financieros; en la tecnología, con recursos eficaces de prevención.

Sin importar la estrategia, fuesen cuarentenas generales o “inmunidad de rebaño”, las naciones con mayor poderío económico quedaron en capacidad de decidir por cuál de ellas optar y ponerlas en juego. Los que pudieron, incluso, empezaron su propia carrera por la vacuna.

Los países con menos recursos, en cambio, pagarán altos costos, económico o social, en dinero o en víctimas, según las prioridades establecidas por sus líderes y las desventajas estructurales casi condenatorias para sus sociedades. Podemos pensar en África, pero también en América Latina.

Nuestra región fue un ejemplo patente de cómo sus deficientes condiciones socio económicas y sanitarias “preexistentes” recortaron sus posibilidades de enfrentar la pandemia y condicionarán fuertemente la recuperación general.

Esa desigualdad entre naciones se verificó también fronteras adentro: entre sectores sociales capaces de asegurarse el espacio y las condiciones sanitarias y económicas para afrontar la crisis, y aquellos limitados o postergados, a los que sólo el Estado alivia en estas circunstancias. Y se tradujo en contagiados y muertos, en grandes potencias o países en desarrollo.

Tal desigualdad se acentuará y alimentará mayores conflictos a nivel global y local en el futuro post Covid-19 si no se generalizan políticas públicas que reduzcan la brecha. Es una tendencia del capitalismo actual que a largo plazo vuelve insostenible cualquier sistema internacional y político, con o sin pandemias.

El otro aspecto para detenerse es el de la cooperación internacional: la verdad indiscutible es que, al final, nadie se salva solo, como nos dijo Francisco.

La pandemia coincidió con un momento muy bajo del multilateralismo que vimos nacer en la Posguerra, que dio origen a la ONU y que estableció ciertas reglas de juego. Lo que se conoce como el “orden liberal”. Hoy, ese ya antiguo orden ha quedado desplazado por un “desorden multipolar”, con guerras comerciales, rupturas de acuerdos de desarme y, frente a la pandemia, ataques a las propias organizaciones multilaterales.

Ese desorden global, donde del G-7 o G-20 vamos yendo hacia un G-Cero, ya nos había descalibrado las brújulas después de la crisis financiera de 2008. Ahora, no sabemos qué es lo que hay adelante: navegamos con brújulas antiguas en un mar de aguas sin cartografiar.

Se ha abierto un gran debate sobre globalización y des-globalización. Unos vaticinan que la pandemia acelerará un frenazo de la globalización y vislumbran el inicio de una era de todos contra todos, entre potencias y bloques, donde la ley del más fuerte se imponga sobre los consensos, entre barreras y fricciones. Hablan, hasta de una nueva Guerra Fría con distintos actores.

Otras miradas nos sugieren que experimentamos sólo una pausa en un proceso imparable de interconexión productiva y social que comenzó mucho antes que en los 90, que superó otras crisis y que, aunque la globalización adquiera otras formas, jamás volveremos al mundo de fronteras fijas y naciones aisladas.

Es muy pronto para emitir veredictos, con tantos interrogantes en juego. Pero en esa incertidumbre, el multilateralismo sigue siendo un valor por reivindicar, una herramienta necesaria, sin importar hacia qué orden se decanta el mundo.

En regiones como la nuestra, conviene valorar intereses y ventajas comunes y hacerlos valer con una estrategia conjunta ante el mundo, reconociendo diferencias, aceptando incluso que no hay una única modalidad de asociación, que la integración es un ideal a seguir. Nadie se salva solo, tampoco en América Latina.

Separados somos más débiles. Y todo indica que de agudizarse la disputa comercial y por el control tecnológico entre grandes potencias y bloques, América Latina será escenario de esa disputa.

Debemos revalorizar el multilateralismo, aunque necesite reformas. Como la democracia, es imperfecto, pero no se creó nada mejor. Como país y como región, es nuestro mejor espacio posible de negociación.

¿Se termina la globalización?

Por Alberto Asseff. El diputado de Juntos por el Cambio sostiene que afianzar el multilateralismo y reforzar la lucha contra el sombrío cambio climático son algunos de los objetivos que la pospandemia exigirá a todo el planeta.

Abrumados por el virus, sin embargo, no dejamos de pensar el después. Sabemos que no hay mal que dure cien años. Es lógico pues que estemos reflexionando sobre la pospandemia.  

Afrontamos dos incertidumbres que combinadas son torturantes. Una- ¿cuándo superaremos el aislamiento? – nos tiene emocionalmente conmovidos, en algunos casos – no pocos – al borde de la psicosis. La otra- ¿qué nos espera, que sobrevendrá? – nos llena de incógnitas a las que damos variadas respuestas, mayormente apresuradas y por ende generalmente erróneas.  

Existe una coincidencia: el mundo y nuestro país no serán iguales a los tiempos precedentes a la calamidad virósica que nos acecha, azota y estraga. Otro punto concordante es que a la madre naturaleza la tendremos definitivamente que tratar con más respeto. A partir de estos acuerdos, los caminos de lo que será ese futuro se bifurcan. Están los que anuncian el fin de la mundialización y el renacimiento correlativo de los soberanismos. Sin eufemismos, de los nacionalismos. Y, lo que es peor, de los populismos. Enfrente se hallan quienes sostienen que la pandemia por definición es mundial y la solución para nuestro planeta no emergerá sino de una propuesta global. Samantha Power – diplomática norteamericana – dijo acerca de la pandemia que “esto no se termina para nadie hasta que no se termine para todos”. Parece un concepto que en su simpleza encierra mucha sustancia. Suscitador de reflexiones.  

La vida de los pueblos, sus modos de trabajar, de recrearse, de socializarse, de interactuar, mutarán. De esto no existen dudas. Desde lo más sencillo –nuestras mateadas, los afectuosos abrazos y besos amistosos– hasta las aglomeraciones en festivales, playas, excursiones y tantas otras actividades como el turismo, la gastronomía y la proverbial tertulia de bar cambiarán radicalmente. El trabajo en casa, el comercio electrónico, las reuniones virtuales llegaron en la cuarentena para quedarse y ampliarse. La distancia social en el plano fabril y de servicios será un recaudo habitual en el futuro inmediato. Esos subtes a los cuales se ascendía ‘a presión’ se terminaron. Las frecuencias del transporte público se deberán diagramar inexorablemente pues la gente viajará, por fin, como la gente, todos sentados, cuidándose recíprocamente.  

Trabajar en el hogar significará mutaciones que los convenios laborales deberán recoger: se consumirá más energía, gas, telefonía, internet y se erogarán más gastos por limpieza y seguridad. Correlativamente las oficinas centrales disminuirán las facturas por esos rubros. Las personas dispondrán de más libertad, de oportunidades para ser más y mejores ‘familieros’, algo que podría coadyuvar para cimentar esa célula social básica, hoy tan golpeada. Ese tiempo perdido para trasladarse se asignará a metas plausibles.  

Existe un punto crucial: según muchos, vendrá un tiempo de estatismo desbordante. Hay voces que reprochan al sistema económico de la libre iniciativa una sobredosis de responsabilidad por este mal y, en rigor, todos los males. Sería catastrófico que la pospandemia nos depare un modelo tipo neosoviético o, como el líder caribeño proclamaba en Caracas, de ‘socialismo siglo XXI’. Con la experiencia del Estado mastodóntico que sufrimos, paradójicamente doblemente ‘omni’, presente y ausente simultáneamente, la perspectiva sería sombría y empobrecedora para todos. Adiós final para la Argentina de la movilidad social y de la clase media creciente. Un ‘hola’ para darle lugar a la Argentina mediocre, propia del sainete protagonizado por el gris empleado público, ese que descansa en la estabilidad y que vegeta de por vida, sin una pizca de creatividad ni un micrón de innovación. El empleado público tiene muy adentrado eso de que ‘clavo que sobresale es al primero que se remacha’.  

Se nos propone como panacea la ‘economía popular’ o la ‘colaborativa’. No se puede negar que temporalmente ambas pueden tributar a auxiliar a ciudadanos desgraciadamente marginados por el desplome económico, pero no parece un buen horizonte volver al trueque o a la producción limitada al autosustento familiar o vecinal.  

Estas ‘ideas’ se encabalgan en los apóstrofes que se dedicaron a los empresarios –‘miserables’– acondicionando a muchos argentinos para ubicarlos como los chivos expiatorios de nuestros padeceres. La Argentina idílica sería así sin empresarios, sin incentivos para producir excedentes, sin desigualdad. En una palabra, todos igualmente pobres.  

Para coronar este oscuro pronóstico, como la pandemia limitó las libertades y garantías individuales, incluyendo la de trabajar y ejercer industrias y comercios lícitos – Constitución dixit -, esas restricciones, ¿por qué no mantenerlas? ¿Por qué devolverlas? Si pudimos superar la asoladora pandemia con DNUs, casi sin Congreso ni Poder Judicial, ¿para qué los necesitamos en la pospandemia?  

Contrariamente, creo que la cooperación internacional, afianzar el multilateralismo y sus órganos, establecer una creciente vigencia del derecho global, reforzar la lucha contra el sombrío cambio climático son objetivos que la pospandemia exigirá a todo el planeta.  

En el plano interno, es mucho lo que hay que cambiar. Entre esas transformaciones está la de asegurar nuestras libertades –todas, incluidas las económicas-, afianzar nuestras instituciones, limitar el avance estatal, bajar los impuestos –y el déficit que causa su constante aumento- y estimular a todos los emprendedores y a quienes hacen mérito en su vida cotidiana. Todo ello, sin el más mínimo desmedro por los sentimientos de pertenencia a nuestra nación. Todo lo contrario.