El 83% de los rosarinos, y estimo que no varia mucho por otras latitudes, no sabe qué es la ludopatía, desconoce que existe el juego patológico y por ende no evalúa que aquello que nace como un momento de recreación o divertimento se puede transformar en una adicción.

Hace ya dos décadas, la ONU declaró a la ludopatía como una enfermedad, sin embargo, el juego compulsivo ha crecido en estos últimos años, tal vez de la mano del crecimiento “inexplicable” de las salas de juego en nuestro país.

Argentina, el Estado argentino, ha actuado irresponsablemente otorgando licencias para la apertura de decenas de salas de juego y sólo se ha limitado a presentar Programas de Juego Responsable que resultaron una cáscara vacía que apenas cumplen una formalidad pero que NO significan una advertencia real o una instancia sanitaria para los ciudadanos.

Peor aún las loterías provinciales en su propósito de combatir el juego clandestino promocionan equivocadamente sus juegos vinculando a los mismos con la solidaridad social (al estilo “con tu solidaridad llegamos a todas partes” o “tu apuesta igual a mas comedores escolares”) llevando a una confusión conceptual grave, desde mi punto de vista. Creo que si las políticas sociales de un Estado dependen del nivel de recaudación proveniente del juego, ese Estado está en crisis y busca una solución que es el germen de más conflictividad y también de más gastos.

La ludopatía es una adicción que se desarrolla sin mediar sustancia, esto la convierte en una adicción particular, una adicción que se relaciona con una actividad, la lúdica, que forma parte de nuestra vida y que por tanto difícilmente se la ve como una causante de adicción. Otro dato que nos debería preocupar especialmente sobre este tema son los índices de suicidios que protagonizan los ludópatas y que alcanzan el primer lugar entre las adicciones. Cuando el jugador compulsivo advierte que ha perdido su patrimonio, o sus ahorros, o se ha endeudado de manera que convierte la deuda en impagable y ante esta situación debe enfrentar a su familia, opta en ocasiones por quitarse la vida.

Hoy las grandes salas de juego también representan la única posibilidad de “entrar” al primer mundo, aunque sea unas horas, para muchos argentinos; de estar en un lugar con aire acondicionado, de entrar a un baño limpio y confortable, caminar sobre un piso alfombrado. Además siempre existe la utópica posibilidad de “zafar”, de salir de perdedor o de revertir la racha, y todo esto alimenta el estar, el seguir y el no poder parar.

Ante una presencia ingenua del Estado, se para el espectacular aparato publicitario de los distintos grupos que manejan el juego en nuestro país. Tarjetas que acumulan puntos, presentación de números artísticos, noches gratis en sus hoteles, publicidad propiamente dicha y publicidad indirecta que tal vez sea la más eficaz, resultante cuando un apostador gana millones apostando unos pocos pesos. Está claro quién pierde en esta pelea dispar, donde la banca SIEMPRE gana.

Un párrafo aparte merece la consideración de las salas de juegos como ámbito propicio para el lavado de dinero. Algunos estudios hablan de que el juego es el cuarto canal de blanqueo de dinero después del sistema bancario, los negocios financieros o bursátiles y las inversiones inmobiliarias.

Es por esto que el tema tiene múltiples miradas e implicancias, y en todos los aspectos el Estado al mejor estilo de la década menemista se presenta como un estado bobo, que deja hacer, que se conforma con migajas y que asume los costos sociales. Es curioso o no tanto que en este tema el precursor no haya sido Menem, si no que es el Kirchnerismo y sus derivados o acompañantes quienes instauraron el juego como una aspiradora infinita de recursos de sectores bajos a pocas manos, algunas muy cercanas al poder K.

¿Qué hacer? En primer lugar no seguir otorgando licencias que habiliten nuevas salas. En segundo lugar evaluar la posibilidad de que sea el Estado quién administre a futuro el juego, tal como lo hace con las loterías; y en tercer lugar desarrollar programas de juego responsable que sean serios. ¿Cómo debería ser un programa serio? Con advertencias sanitarias fundadas, con asesoramiento real a los enfermos, con capacitación a los empleados para detectar y contener al ludópata, con registro de auto exclusión que deje de ser una formalidad (hoy conozco casos de auto excluidos que han ingresado 3 veces en un día al casino), alejando los cajeros de las salas, con un 0800 que no sea un derivador de casos, con un tratamiento real, etc., etc., etc.

Para completar el cuadro, el aporte fiscal es ridículo y la concesión extendida por décadas es una vergüenza para todo el arco político, incluso, para los que no lo hemos decidido pero sentimos vergüenza ajena por licencias extendidas por décadas que rozan lo ilegal y atraviesan lo ilegitimo.

En definitiva, el juego ha crecido en el país y ha generado nuevos ricos, ha concentrado aún más la riqueza y como contrapartida nos deja el problema sanitario de muchos compatriotas que padecen la ludopatía. Hay estudios que hablan del 2% de la población como potenciales ludópatas, pero más allá de números, lo que moviliza es la indignante ecuación donde algunos se llevan todo, el Estado queda atendiendo las consecuencias (en el mejor de los casos) y hombres y mujeres quedan absorbidos por esta adición que consume sus vidas y las de quiénes integran su círculo afectivo.

Fabián Peralta es diputado nacional del Gen-Santa Fe