Transitando los últimos momentos de una etapa feliz quiero compartir algunas reflexiones con cada uno de ustedes y me pierdo en los mejores estados de la memoria y del alma recordando una cita “…las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse como se cansan y se enferman los hombres y los caballos”, confesaba Julio Cortázar al iniciar una conferencia en Madrid, en 1981. Era una confesión de escritor para plantearle a su auditorio el desafío y el compromiso de usarlas escapando de la amenaza del lugar común y del estereotipo. Se refería precisamente a las palabras cumbre, esas que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia porque en ellas se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras.

Muchas veces lo he recordado a lo largo de mi tránsito por el Parlamento como senadora. Pero también en el plano personal, porque las palabras nos permiten ahondar como individuo en el contacto con nuestros semejantes y sin ellas no habría historia ni amor. Ellas nos unen como parejas, como grupos, como sociedades, como pueblos. Hoy me desafían nuevamente para expresar lo que siento, lo que pienso.

He escrito mi tránsito porque, en medio del vértigo natural que acompaña la labor anual en diciembre, el viaje que inicié hace seis años en este lugar tiene término. Es decir, es una parada, un trayecto, un recorrido que en el archivo de mi memoria será una experiencia incomparable. Lo digo con humildad, porque la tristeza inevitable que conlleva cada partida, esta vez se funde con el orgullo de haber transitado un período de aportes valiosos a la ampliación de derechos, porque el lugar de las deliberaciones y las leyes, más allá de la réplica mediática, amplió el ámbito de la política, instaló debates vivos en la ciudadanía, afrontó y se hizo cargo de los grandes temas de la vida contemporánea: la diversidad, la desigualdad, la unidad regional.

Ese tránsito que me trajo desde la provincia del Chaco estuvo enriquecido por intercambios impensables fuera del Frente para la Victoria que iniciara en el 2003 Néstor Kirchner y que se profundizó con la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El marco de reparaciones que motorizan sus presidencias nos embarcó en responsabilidades que fortalecieron nuestras convicciones y revalidaron la memoria de “los tiempos felices” del peronismo de Perón y Evita.

Si algo marcará también este trayecto público que estoy cumpliendo en el Senado fue la solidaridad del bloque político al que orgullosamente pertenezco. En ellos encontré comprensión, respaldo y herramientas para andar y defender propuestas. En el aprendizaje que acompañó cada día de estos seis años demostró en ellos la verdadera dimensión de la palabra compañero. Y hay algo más que debo cargar en la mochila de viajera: el respeto, el reconocimiento y la reciprocidad que también intercambiamos con los senadores y senadoras de otros bloques.

Entonces, si debo transitar, dejar esta casa, este lugar, prefiero atenuar la tristeza y dejar que estalle mi orgullo de haber ejercido seis años en el Senado para participar con todo el pueblo argentino el 10 de diciembre de una celebración inédita: 30 años consecutivos de gobiernos electos a través de legítimas elecciones populares sin que hayan sido interrumpidas por la fuerza. Semejante ejercicio de la democracia electoral en tres décadas merece el regocijo colectivo y la afirmación de una voluntad irrenunciable de sostener esta manera de elegir los gobernantes.

Es un orgullo noble porque no nace inspirado por una satisfacción personal. Al contrario, se enlaza a la experiencia del pueblo, de los ciudadanos, como una más que milita y militará por la democracia, apostando al respeto, la solidaridad, la reciprocidad desde el Frente para la Victoria en el camino de la independencia política, la soberanía, la justicia social.

Mi hija mayor Julia celebrará sus treinta años este 10 de diciembre próximo y mi hija Carmen me dará mi primer nieto en el marco de esa fecha; está pronto a nacer en estas próximas horas. Vaya reflexión acerca de si la vida es generosa con uno.

Quiero interpretar el almanaque histórico como un regalo de Navidad personal: mi tránsito no me llevará al vacío, porque el país no interrumpe su viaje por la democracia.

Y ya que la Navidad está tan próxima quiero extender los mejores augurios para todos, todas, para cada uno, para cada una, acercándoles Un cuento de Navidad de Ray Bradbury. Es un cuento de ciencia ficción que nos relata un hecho que sucede en 2052, en víspera de Navidad. El niño va a realizar su primer viaje espacial y los padres que lo acompañan desean que sea una experiencia agradable. En atención a la fecha llevan un arbolito de Navidad con velas blancas que en la Aduana deben dejar por exceso de equipaje. Decepcionados se preocupan porque no tendrán un regalo para el niño en el cohete, pero el padre no deja de pensar en una idea compensadora y esa noche le anuncia que falta media hora y le asegura que tendrá un regalo, un árbol de navidad, antes de dejarlo con la madre por veinte minutos, para regresar y prestarle su reloj para que él mismo viera la hora exacta de la Navidad. Como todo niño, después de exclamar “Ya es Navidad”, pregunta por su regalo y entonces el padre lo lleva a la cabina oscura con un enorme ojo de buey contra el cual el niño apoyó la cabeza y asistió maravillado al espectáculo del espacio: la noche profunda y el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas. Todo el espacio convertido en el más maravilloso árbol de navidad.

Como ese niño, como todo niño que desea su regalo de Navidad, que podamos ver el “espacio”, el marco donde navegar sea la Democracia como un territorio infinito, pensable, repensable, en construcción permanente y perfeccionable. Desde la teoría y especialmente, desde la práctica.

Lo mejor para cada uno de ustedes, desde lo más profundo de mi corazón, y todo mi agradecimiento.

Elena Mercedes Corregido

Senadora de la Nación Argentina

2007 – 2013

CUENTO DE NAVIDAD

Por Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.

-¿Qué…? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de media hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidara. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

-Sí, sí. Todo eso y mucho más -dijo el padre.

-Pero… -empezó a decir la madre.

-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.