Por Rosendo Fraga
Hace 22 años que Néstor Kirchner viene ejerciendo el poder en forma continua. Primero fue cuatro años intendente de Río Gallegos (1987-1991), después gobernador de Santa Cruz por tres períodos (1991-2003), seguidamente presidente de la Nación un período (2003-2007) y los últimos dos años ha ejercido el cargo de hecho a través de la presidencia de su esposa, Cristina Kirchner.
Su primera derrota frente a un cuerpo legislativo en más de dos décadas fue la registrada el 17 de julio de 2008, cuando el Senado, con el desempate del Vicepresidente Julio Cobos, votó contra la Resolución 125, y la segunda -que es la primera en Diputados- la registrada ayer, al decidirse la integración de las autoridades y comisiones de la Cámara baja.
Entre ambas, tuvo lugar la primera derrota electoral de Kirchner -el pasado 28 de junio- en más de dos décadas.
El 3 de diciembre sucedió lo lógico: la oposición, con amplia mayoría en Diputados de acuerdo al resultado de la última elección, tuvo el voto de 144 de los 257 legisladores para imponer su posición. Pero este hecho normal pareció excepcional, no sólo por los precedentes mencionados, sino por la forma con la cual el ex presidente hizo uso del poder después de la reciente derrota electoral.
La oposición pudo haber impuesto su número sin más miramientos, como lo ha hecho el oficialismo hasta el mismo día anterior, cuando en el Senado dio sanción definitiva a la reforma política en un trámite extremadamente rápido, con una amplia mayoría de 44 votos a favor y 24 en contra.
Pero supo guardar las formas. Dejó que le oficialismo retuviera la presidencia de la cámara y la vicepresidencia segunda. De esta manera se alejó cualquier interpretación de que quisiera manejar la sucesión presidencial -el titular de la Cámara baja es quien sigue al presidente provisional del Senado-, como desde algunos sectores del oficialismo se insinuó.
Si bien la oposición tiene ahora mayoría en todas las comisiones, en el 40% de ellas dejó la Presidencia para el oficialismo, incluyendo algunas de las más importantes como presupuesto y hacienda y juicio político, disminuyendo a sólo un diputado su mayoría en ellas.
Pero este cambio inicia un proceso y en modo alguno lo culmina.
La primera cuestión será si la mayoría de 144 diputados alcanzada para definir la distribución del poder en la cámara se mantiene para votar proyectos.
Una vez superada esta cuestión, está el Senado, donde el oficialismo y sus aliados quedan a solo dos bancas de la mayoría, con lo cual articularla mediante negociaciones resulta mucho más fácil que en Diputados, donde se requiere sumar a veinticinco.
Por último, queda para el Ejecutivo el recurso del veto presidencial, frente al cual la oposición tiene que alcanzar dos tercios para anularlo y que la ley vetada quede vigente.
De ahora en más, el desafío inmediato de la oposición -además de intentar mantener abierta la prórroga de las sesiones ordinarias dispuesta por el Ejecutivo para permitir la sanción definitiva de la reforma política- es presentar y desarrollar una agenda parlamentaria común.
Para ello debería partir de revertir todas aquellas leyes frente a las cuales votó en contra en forma unida y fue derrotada.
En su primera actuación como diputado nacional, Kirchner mostró su falta de flexibilidad para negociar, acordar y compartir el poder, llevando a su propio bloque -hoy reducido a un tercio de la Cámara- a una fuerte tensión interna.
Es una experiencia política nueva para él y la cuestión es que la historia muestra que los líderes políticos si bien cambian de ideología de acuerdo a intereses, conveniencias y circunstancias, no cambian de personalidad.
