La fuga de 13 presos del penal de máxima seguridad de Ezeiza, ocurrida recientemente, es un hecho que por su trascendencia e implicancias no podemos dejar de remarcar.

Hacía muchos años que en nuestro país no tenia lugar una fuga de tal magnitud.
Lo más notorio es que no sucedió en una cárcel pequeña y obsoleta de algún rincón lejano de nuestro país. Ocurrió en una cárcel de máxima seguridad, modernizada según los últimos estándares, y a una hora de la plaza de mayo.

Sorprende aún más, y yo diría que estremece, escuchar las palabras de Hortel, ahora ex director del Servicio Penitenciario, al afirmar: “Ustedes saben que es un complejo de máxima seguridad, por lo que esta fuga no se podría haber llevado a cabo sin complicidades internas y sin una logística y apoyo externo”. Esas palabras desnudan los primeros indicios – como la punta de un iceberg- de una trama de corrupción y complicidades en la que están implicados funcionarios públicos, que tienen la responsabilidad de velar (ya que para eso pagamos sus sueldos) por la seguridad de los que están adentro y los que estamos afuera de la cárcel.

Es por eso que digo ¿Qué pasa cuando el que se fuga es el Estado? Huyendo cual prófugo del cumplimiento de responsabilidades indelegables que son nada menos que la razón de su misma existencia: puede haber estados más o menos pequeños, con mayor o menor intervencionismo económico, y social; pero la razón más propia, más primaria del Estado es brindar seguridad y un marco legal de igualdad que garantice los derechos de las personas.

La fuga de éstos trece presos, signo del calamitoso estado del sistema carcelario, y de la crisis de seguridad. pone de manifiesto la “fuga” del Estado argentino. Ambas fugas son peligrosas y potencialmente mortales para la gente común. Y son además escandalosas por cuanto no son fruto de ineficiencia o incapacidad por falta de herramientas o recursos para cumplir sus funciones por parte del estado, sino que es fruto de la corrupción. No se escaparon los trece presos porque en el penal faltara tecnología, personal o vigilancia, sino porque funcionarios corruptos les abrieron las puertas. Del mismo modo, la ausencia del Estado como garante de la seguridad y de los derechos no es porque falten recursos (con recaudación impositiva récord), personal capacitado, etc. Sino que esos recursos y talentos se destinan para el beneficio de los que detentan el poder.
El Estado debe garantizar la seguridad de quienes estamos afuera de la cárcel, lo que a veces implica privar a las personas que cometen ciertos delitos de su libertad, pero al mismo tiempo, y no menos importante, debe garantizarles a éstos la seguridad y sus derechos. Ya en un pedido de informes que presenté en 2008 decía: “Cabe poner de manifiesto que la casi totalidad de los penales de la República Argentina se encuentra en un estado de hacinamiento, malos tratos, casos sin resolver, vejaciones, pésimas comidas, etc. Lo peor: que las precarias condiciones de vida de los reclusos, falta de higiene, de asistencia médica, de ocupación laboral, de un tratamiento para su reinserción en la comunidad, convierten al artículo 18 de la Constitución Nacional en letra muerta. Este establece que “…las cárceles deben ser sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Pero no sólo falla el estado en brindar condiciones humanas de detención, sino en brindar la detención misma, haciendo cumplir las sentencias.

También he presentado proyectos de ley para favorecer la reeducación y reinserción social de las personas privadas de la libertad. Lamentablemente ni los pedidos de informe ni los proyectos de ley fueron respondidos o tratados. Obviamente el gobierno tiene otras prioridades.

Los que vivimos fuera de la cárcel reclamamos más seguridad y que quienes deban estar presos, efectivamente lo estén; y los que viven dentro reclaman condiciones mínimamente humanas. ¿Cuándo dejará de “fugarse” el Estado? Que el Ministro Alak “de la cara” y empiece a tomar medidas sería un buen comienzo.

A nosotros, al Congreso, nos toca pensar profundamente y acompañar desde la legislación a las políticas públicas que se adopten en ésta materia, y también controlar su efectivo cumplimiento. Seguramente el Congreso, órgano por excelencia de representación de todos los sectores y personas que componen la Nación, podrá asumir ésta tarea cuando se decida a escuchar los reclamos de las personas a las que representa, y deje de ser una escribanía del Ejecutivo.

En octubre, el Pueblo Soberano tendrá la posibilidad de decidir, con su voto, si quiere llenar el Congreso con genuinos representantes, o con escribanos obsecuentes.

No nos “fuguemos” nosotros de ésta responsabilidad.