La metamorfosis de nuestro país
Por Alberto Asseff. El autor plantea los cambios operados en el país, trazando un paralelismo con la actualidad, en el que el presente pierde claramente.

No sé bien si hace cincuenta años -o algo más o menos-, pero sí puedo afirmar que el país era otro, muy distinto al actual. Se produjo una metamorfosis.
Tenía menos vehículos circulando, pero más trenes. Tenía menos presupuesto educativo, medido en relación al PBI, pero mayor calidad de la educación. Tenía pobreza, pero más digna y, sobre todo, con esperanzas ciertas –vía la magnífica movilidad social que disfrutábamos– de ascender social y económicamente. Teníamos inestabilidad política, pero dirigentes más formados. En suprema síntesis, teníamos muchísimos problemas, pero mucho orgullo de pertenecer a la Argentina y una inmensa confianza en el futuro del país, en el destino común.
Todos tenían una segunda madre, la señorita maestra, grandiosa constructora de la sociedad. Era inspiradora de una suerte de nobleza republicana.
Hace medio siglo faltaba mucho por hacer, pero nos prodigábamos un envidiable respeto entre nosotros. Todas las instituciones funcionaban con insuficiencias y deficiencias, pero eran creíbles. Confiábamos en la Justicia, en la Policía, el burócrata que nos atendía, en el partido político que nos representaba e incluía, en el plomero o electricista, en los dirigentes deportivos, en el servicio penitenciario. La confianza reinaba, aunque siempre hubo estafadores y tramposos.
Nuestras calles estaban limpias. Comparándolas con las de hoy, eran un espejo. Inclusive, podían verse advertencias en los muros de los inmuebles que indicaban la prohibición de escupir que todos acataban.
Éramos un país en serio de buena gente. A pesar de que la política había agitado el resentimiento de clases, los trabajadores eran señores y la clase media sabía que, más tarde o más temprano, esos asalariados le golpearían a sus puertas, deseosos para ingresar, lo cual hacían con todo derecho y naturalmente. Era la Argentina progresista de veras.
Teníamos un país en el que los padres les decían inexorablemente a sus hijos, cuando orillaban los 17 o 18 años: “Hijo, o estudias o trabajas”. Ningún hijo ignoraba o era displicente ante ese dilema. Imperaba la cultura del trabajo, esa herramienta colosal que construye dignidad personal y, a la postre, colectiva. Nadie creía que podía realizarse llevándola ‘de arriba’. El esfuerzo era la clave y el mérito sabía ser la llave abrepuertas.
Esencialmente, teníamos orgullo argentino y enormes expectativas. No estábamos conformes – la queja es proverbial al ser argentino -, pero sí esperanzados.
Adictos siempre hubo, pero si se estaba bajo los efectos de estupefacientes no se le ocurría conducir. Tampoco embriagado. Existía tanto respeto por los otros que eso no se le pasaba por la cabeza.
Viajar en el transporte público era casi un placer. Abordar un tren a Mendoza o a Tucumán atrapaba por lo fascinante, sobre todo si se tenían los medios para comprar un pasaje de primera o un camarote. Trasladarse en un tren a La Plata o a Moreno o a San Isidro permitía ir leyendo o descansando ¿Vendedores ambulantes? Era una especie inexistente.
Íbamos al fútbol en familia. En los estadios no existía nada más que algarabía vocinglera. Cierto es que los baños de las canchas no eran un dechado, pero el contexto general era de alegría sana.
No se escuchaban en la calle insultos e improperios. No regía la prepotencia, el avasallamiento del otro. Esa acechanza que puede aparecer en cada esquina.
Teníamos falsas disyuntivas como campo vs.industria, pero en general tratábamos de debatirlas civilizadamente hasta que pudimos comprender que el desarrollo englobaba a las dos y que las perspectivas de cada uno de esos sectores productivos no mejoraría a pesar de, sino con el otro, articulados en un proyecto de organización económica.
Siempre se le hizo trampa a la ley, pero ésta inspiraba gran respeto y todos intentábamos que fuera cumplida.
Cerveza siempre se bebió, pero los adolescentes nunca lo hacían. Ellos sistemáticamente consumían alguna bebida no alcohólica. Era la conducta normal, no porque hubiera un celador que la imponía. Era la educación que establecía comportamientos y límites.
Hace cincuenta años precisamente todos tenían límites puestos básicamente por la conciencia individual y social.
El honor y la honradez eran valores que estaban antes que nada en el currículum de cada uno. Eran el punto de partida y acompañaban toda la vida.
Esa Argentina, ¿volverá? Porque para ir, algunas veces hay que retornar, no para quedarse atrás, sino para recobrar energías, básicamente espirituales, y reimpulsarnos ¡Ojalá!
Diputado Nacional por UNIR (Prov.de Bs.As.)