En una jornada marcada por el desencanto con las promesas de ajuste, el peronismo recuperó centralidad en la provincia más populosa y proyecta liderazgo hacia octubre. La derrota del oficialismo nacional no fue solo de nombres, sino de rumbo.
El escrutinio avanzó como avanzan los trenes viejos: entre sacudones, alguna luz que parpadea y estaciones donde la espera parece eterna.
A esa hora incierta, los barrios despertaron su pulso de fábrica y de feria, ese rumor de la Argentina trabajadora que también es un idioma político. Hoy ese idioma habló claro. Con la paciencia de quien ha visto pasar temporales y mesías, la provincia más grande se inclinó por lo conocido: un peronismo que volvió a recoger los hilos sueltos de su historia y los anudó, firme, en las secciones del conurbano.
No fue un susurro: fue un murmullo que se hizo oleaje. En Avellaneda, Merlo y Lomas, en La Matanza y Quilmes, los votos encendieron faroles en fila, como si cada esquina recordara que el futuro también se escribe en los comedores, en los clubes de barrio, en las escuelas que resisten el invierno con tizas gastadas. Se impuso la idea de un Estado que acude —imperfecto y tardío, pero presente—; la memoria de la olla popular y del hospital que pregunta primero por los síntomas y no por la tarjeta; la convicción de que la épica no se encuentra en el recorte, sino en el amparo.
El oficialismo nacional miró al cielo y se topó con su techo. La promesa de una libertad que baja como decreto de tijera terminó en viento frío sobre la piel de los que menos tienen. El laboratorio de reformas tropezó con la vida real: la boleta, para millones, es un plato de comida, una garrafa, el precio de un remedio. Y el voto bonaerense volvió a recordar que la aritmética social es anterior a la financiera.
No hay épica sin tarea. El peronismo sabe que un triunfo ancho también es una deuda grande: administrar sin bronce, bajar la fiebre de la inflación sin quemar la piel del trabajo, abrazar a quienes llegan desde otras orillas sin exigir genuflexiones. Pero esta noche el conurbano —ese corazón inmenso y porfiado— volvió a latir a su modo, y el país entero oyó su latido.
Proyección nacional. La victoria amplia en PBA ordena a la oposición y proyecta liderazgo hacia octubre: empuja a Fuerza Patria a disputar el primer lugar nacional, mejora la expectativa de bancas en Diputados y condiciona la agenda legislativa del oficialismo.
El gobierno no perdió por un rostro, perdió por un elenco entero. Y la lección es ineludible: si Milei quiere gobernar después de esta noche, debe reconfigurar su gabinete, barajar de nuevo, revisar el dogma y ensayar otro rumbo.
Porque si ensaya solo un cambio cosmético —mover piezas para que nada cambie en la sustancia del rumbo—, perderá gobernabilidad. Las calles, que ya susurran su descontento, crecerán en reclamos y en protestas populares. La paciencia social no se alimenta de símbolos: se alimenta de pan, de empleo y de futuro.
Milei, debe recalcular sus tiempos de reforma, moderar la motosierra y el ajuste y atender las necesidades y expectativas de la gente. Para los mercados: menos ganancias; para la política: una nueva mesa más humana.