Por Francisco Delich
Como suele ocurrir en los momentos agudos de protestas sociales, una fotografía casual sintetiza en un instante el significado de una situación y de un movimiento social.
Tractores desfilando por la Ciudad de Córdoba aplaudidos por gente en la vereda. No es un desfile patriótico. Son hombres y mujeres que alientan aquellos tractoristas que invaden el orden urbano.
Desde hace un siglo la sociología rural ha enseñado que en el campo se guardan las tradiciones, que las sociedades rurales son más conservadoras tanto como las urbes innovadoras. Desde el Siglo XIX en nuestro país se supuso que la civilización se acunaba en las ciudades y el atraso se mantenía en el campo. Un antiguo y arraigado estereotipo es ahora visible.
Esta protesta, en primer lugar nos permite desterrar definitivamente el prejuicio: las fuerzas del cambio, de la innovación, están en el campo y desde allí debe ser explicada esta protesta y el conflicto que genera.
Cortar las rutas ha sido hasta ahora privilegio de piqueteros, de grupos contestatarios heridos en sus intereses inmediatos: obreros, maestros, empleados, todos convencidos de utilizar la transgresión legal, pero eficaz, confiados en su legitimidad social. Es una estrategia urbana calculada para obtener beneficios o neutralizar acciones del poder urbano.
Ironías de la historia, los cortes de rutas nacionales fueron protagonizados por disposición del Supremo Camionero capaz de paralizar el aparato productivo del país en horas. Ahora los camioneros son víctimas de su propia forma de resolver los conflictos: no sólo los detienen sino también los descargan.
El campo se insubordina, transgrede, desafía la legalidad utilizando las armas con las que fue herido en tantas oportunidades.
Segundo, las instituciones corporativas que representan los actores rurales han sido sobrepasadas, desbordadas a fuerza de productores que se autoconvocan y descubren en la acción formas novedosas de solidaridad. En cierto modo los pactos corporativos de cúpulas son opacados por la vehemente necesidad de cambiar.
Tercero, como no recordar aquellos colonos ingleses que intentaban construir una sociedad nueva en el norte de América; de pronto una carga tributaria intolerable los pone en situación de rebeldía con la corona, de la cual habían sido súbditos leales.
Razonan ¿cómo somos obligados a tributar por un parlamento del cual no formamos parte, de un gobierno que no hemos elegido, instalado por la gracia de Dios? Fue hace más de doscientos años el comienzo de la Revolución Americana que instalaría en pocos años la democracia federal por primera vez en occidente.
Tengo para mí que esta movilización de productores agrarios es apenas el comienzo de otra revolución cultural.
Nuestro país ha tenido tres grandes revoluciones. La primera, entre 1870 y fin de Siglo XIX se consolidó cuando dejamos de ser importadores de trigo y en veinte años pasamos a ser segundos exportadores mundiales. La revolución agraria fue el comienzo de una reorganización del aparato productivo, de la sociedad y luego del propio sistema político. La Argentina se sitúa entonces entre los primeros diez países del mundo.
La segunda revolución se produjo a partir de los años treinta del Siglo XX cuando se instaló el modelo de industrialización por sustitución de importaciones que se extinguió en los años setenta. Desde entonces carecemos de un modelo de desarrollo equivalente y de un proyecto de país capaz de respaldarlo.
Tuvimos una sociedad más abierta y más equitativa, una fuerte movilidad social ascendente con avances en los sistemas educativos, en los derechos de la mujer, la aparición de una clase obrero urbano industrial movilizada, motores de una sociedad en movimiento.
La tercera revolución está en curso, marcará probablemente el Siglo XXI argentino y su protagonista principal está ingresando al escenario, encuentro formidable entre la ciencia, la tecnología y la producción agroindustrial. La sociedad del conocimiento se ha instalado primero en el campo. Esa es la revolución.
La civilización ha dejado “las ciudades convertidas en espacios de consumo, que nos consume” para decirlo como Tomás Moulián. Y la barbarie, hace tiempo se instaló en las ciudades como se advierte en las formas de inseguridad. Pero, además se han borrado las fronteras físicas entre el campo y la ciudad, como se han reducido las distancias en el planeta, como se han difundido los bienes de la comunicación sin reparar en fronteras internas.
No son las tradiciones las que definen el carácter conservador de las conductas ni su trasgresión el carácter transformador. No son las ideologías ni la retórica las que definen un proceso revolucionario, sino la emergencia de nuevos actores inmersos en nuevas relaciones, de una rearticulación de las relaciones entre el Estado, la sociedad civil y los mercados en el marco de una redefinición del Proyecto Nacional.
* Delich es sociólogo y diputado nacional