¿Qué clase de Estado prefieren los argentinos?  

Por Nancy Sosa, periodista. La autora remarca la necesidad de contar con un Estado que cuente con las leyes necesarias para restablecer el equilibrio en las actividades de la sociedad.

En los últimos tiempos se ha puesto sobre el tapete la discusión acerca de qué debería hacer el Estado argentino, cuáles deberían ser sus injerencias y sus límites, y si de alguna manera debería inclinarse hacia modelos impregnados de ideologías o tendencias referidas a los modelos más exitosos para asumirlos como propios.  

¡Qué gran idea podría ser el llamado de una convocatoria para que en un referéndum la mayoría expresara cuál es el tipo de Estado de su preferencia! Si eso sucediera el debate se acortaría o, tal vez, entrarían en pugna las tendencias extremistas de manera desopilante. Obviamente, a mi entender, el referéndum debería ser, a todas luces, vinculante.  

Las opciones son numerosas porque, si se tratara de verificar los tipos de Estado que hubo en el país desde su independencia, entre ellos entrarían el liberal-conservador del siglo XIX, el Estado Social que supusieron los gobiernos de Hipólito Irigoyen y Juan Domingo Perón para beneficiar respectivamente a la clase media y a la baja, el estado neoliberal que encarnó la última dictadura militar y el gobierno de Carlos Menem, el Estado prebendario del kirchnerismo, y el Estado moderado de Mauricio Macri.  

La resurrección del Estado liberal anarcolibertario viene a abrir las puertas de este debate, más por las ocurrencias de un recién llegado a la política que por la claridad de pensamiento sobre las nuevas ideas para el siglo XXI, pues su actitud “antisistema” surge como consecuencia de la decadencia de todo lo anterior. Digamos, un verdadero salvavidas de plomo.  

El agotamiento de las recetas económicas aplicadas en Argentina no tiene parangón. Este es el momento exacto para que surjan nuevas ideas, nuevas formas de utilizar las herramientas de la economía y de la política, explorar nuevos métodos para eliminar el corrupto sistema de subsidios y favorecer con solvencia las necesidades de la asistencia social. Hace falta mayor valentía para poner en marcha el aparato productivo nacional sin distinciones idiotas de “clases sociales”, y adoptar una fuerte decisión de impulsar la industria, los servicios y las Pymes para crear millones de nuevos empleos de cara a la revolución tecnológica que está pasando por encima del alicaído país.  

Pero eso requiere con anterioridad determinar qué clase de Estado necesitan los argentinos; ya no el que quieren, sino el que necesitan. El Estado prebendario llegó a su fin por extralimitación de una banda de avivados que distribuyen riqueza “por izquierda”, pero viven como liberales “por derecha”. La exageración en materia de subsidios para cubrir los enormes agujeros de la  

pobreza ha llevado al país a otro agotamiento feroz: el de las arcas del gobierno. Y solo porque navegan las aguas de una interna imparable comienzan a darse cuenta que el prebendarismo populista es imposible de sostener cuando la plata se acaba, y por ende, tampoco se puede gobernar.  

“Si no llegamos al gobierno para transformar, es mejor quedarse en la casa”, dijo la vicepresidenta Cristina Fernández. Lo de la transformación siempre fue un simple eufemismo, pero lo de quedarse en casa alienta los agradecimientos de la mitad de la población.  

Una suposición: si el Estado prebendario cansó, ¿será factible que los argentinos elijan, como contrapartida, un Estado Liberal anarcolibertario? La diferencia entre ambos estados es que el primero es demasiado grande porque gran parte de la población tiene un trabajo en la administración pública, los impuestos aplastan a los pocos emprendimientos que quedan, y la injerencia sobre los bienes y la sociedad es demasiado apabullante. El segundo propone “la libertad”, como si los argentinos no supiesen lo que es. Los que la desconocen, pero igual la viven, son las jóvenes generaciones que han hecho un tránsito corto en la democracia. El Estado neoliberal se dio en Argentina dos veces, en la primera experiencia trajo orden forzado con autoritarismo, falta de libertades y muerte, avasallamientos a los derechos civiles y humanos con una dictadura que fue declarada la última. La segunda experiencia trajo la ventaja de salir de la hiperinflación, modernizar el país en cuanto a los servicios y a los avances tecnológicos que ya otros gozaban en el planeta, pero a cambio de malvender las empresas públicas a unos pocos amigos. Trajo la “plata dulce” con la formula del “uno a uno” entre el peso y el dólar durante seis años, pero el cuento terminó con la caída estrepitosa de un gobierno y los ahorros saqueados por los bancos.  

Hoy, no parece razonable plegarse a la idea de eliminar el Banco Central de la República Argentina porque ningún país del mundo prescinde del suyo, y por algo debe ser. La competencia libre “para hacer lo que se nos dé la gana” en materia de producción y trabajo tiene serias dificultades para ponerse en práctica en un país atado de pies y manos como lo está ahora: sin reservas, la mayor deuda interna y externa adquirida en la historia argentina, más de 150 impuestos que aprisionan a la gente, una inflación anual que va a superar el 80%, aumentos de precios imparables en todos los productos de primera, segunda y tercera necesidad, el valor adquisitivo de los salarios por el piso. Si a eso le sumamos la libre portación de armas y la libertad de poder vender una parte del cuerpo “porque soy libre de hacer con él lo que quiero”, ya estamos en el horno.  

Los argentinos viven en un Estado de Derecho desde que le fue otorgado el certificado de defunción al Estado de Bienestar. El Estado liberal puro, que calza muy bien en otras sociedades, aquí naufragaría de inmediato por la simple existencia de un sindicalismo atomizado, una barrera que entorpece cualquier transformación que se proponga un gobierno. Ese estado Liberal puro defiende por su propia naturaleza los derechos individuales, pero no para que cada uno haga lo que le dé la gana; defiende la libertad industrial pero no a los monopolios ni las maniobras fraudulentas de grupos poderosos. En este caso  

ese estado evita la intromisión por parte del gobierno y alienta la libertad del mercado. ¿Quién establecería entonces las reglas de juego en un país donde todas ellas son ignoradas y trastocadas a piaccere? Ese estado sostiene que todos son iguales ante la ley: ¿hay en Argentina esa igualdad ante la ley? ¿Existe la seguridad jurídica para que las reglas del mercado se cumplan con la voluntad de las partes? ¿Hay igualdad de oportunidades para quienes habitan este encantador suelo argentino? ¿Hay respeto irrestricto por la propiedad privada? ¿Garantizaría de verdad la libre expresión y la libertad de pensar políticamente distinto? Se siente, muy cerca, una enorme carcajada.  

Hay otros estados monárquicos en las formas, coloniales por conveniencia, comunistas natos, y comunistas-capitalistas, esta última una combinación inexplicable que aplica las reglas más duras a sus pueblos para poder ser competitivos en el orden mundial del comercio y el intercambio.  

El Estado argentino, por la Constitución Nacional y sus reformas, es representativo, republicano y federal. Es lo único que está claro. Aunque más de uno sostiene que sigue siendo unitario porque todo pasa por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. “Dios atiende en la Capital”, y todos quieren venir a vivir en la Capital Federal.  

No quedan más opciones. Tal vez sea hora de pensar que, en lugar de buscar modelos foráneos o fórmulas envejecidas, hay que construir un nuevo estado, desideologizado, eficiente, eficaz, firme en el reordenamiento de las reglas de juego entre el gobierno y la sociedad, entre el gobierno y los sectores productivos y del trabajo; un estado que recupere los niveles de educación que supo tener hasta la década del 60, que respete los tres poderes que lo integren y que cada uno de ellos se ciña a las funciones que le fueron otorgadas, que aplique la ley allí donde haga falta y sostenga con persistencia el beneficio de los premios y el cumplimiento de los castigos.  

Un Estado que libre de una buena vez la batalla contra la amenaza del narcotráfico y la delincuencia derivada, que por fin organice la ayuda social necesaria a los más desprotegidos con mecanismos que eludan el cacicaje, el punterismo, la corruptela en torno de los planes sociales y éstos se conviertan en trabajo genuino y digno. Un Estado que cuente con las leyes necesarias para restablecer el equilibrio en las actividades de la sociedad, pero también con un Poder Judicial robusto, independiente, justo y moderno para que actúe con celeridad.  

Tal vez solo sea necesario diseñar un Estado mediano y pedagógico, dotado de profesionales, científicos y expertos de verdad en cada una de las áreas, donde los intereses atraviesen los requerimientos de la sociedad antes que los personales o los partidarios. 

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