La periodista analiza la presentación del presidente de la Nación en el Movistar Arena y plantea que "el libertarismo propone la mínima intervención del Estado, una libertad casi absoluta, la transgresión de todas las normas y la destrucción de las instituciones democráticas".
Por el show musical en el Movistar Arena, casi cinematográfico, con aportes de producciones de inteligencia artificial, la participación de chicas (una diputada) sosteniendo un dudoso coro para respaldar la estrepitosa actuación de un presidente cantando como un rockstar de la década del 60, se concluye: la actual campaña electoral del oficialismo (La Libertad Avanza) revela un trasfondo más libertario que liberal.
La diferencia entre ambos términos define con claridad el tenor del diseño artístico al poner en escena, sin pudor, las grandes obsesiones presidenciales respecto de los enemigos que eligió y no quiere soltar, aunque estén ‘entobillados’.
La ideología que rige este momento en el país no es liberal, es libertaria, que no es lo mismo. El liberalismo defiende la libertad individual, el mercado y la democracia representativa, mientras el libertarismo propone la mínima intervención del Estado, una libertad casi absoluta, la transgresión de todas las normas y la destrucción de las instituciones democráticas.
En síntesis, se trata nada menos que de la repetición de un infantilismo de derecha, llevada a cabo por un chico grande aferrado a su campera de cuero, una cabellera que no se sabe si es auténtica, pero va con el tono, y una garganta que resiste el maltrato de las cuerdas vocales por una pasión pretendidamente revolucionaria, más bien congelada en la década del 60.
El presidente Javier Milei pretende dotar a su liderazgo político de atributos que lo entusiasman y copia, como cantar al estilo de Mick Jagger (algo verdaderamente imposible en su caso) sin perder el sentido nacional y popular de las canciones elegidas., junto a su “banda presidencial”. El libertario está convencido de que su llegada al sillón de Rivadavia le dio derecho a hacer lo que se le venga en gana, como un joven desbordado por la excitación que de repente lo lleva a gastar medio millón de dólares para darse el gusto de exaltar a 15.000 jóvenes de generaciones anteriores a la suya y, paralelamente, ofender con su mal gusto a la mayoría de la sociedad argentina.
El hombre carece de sentido común para evaluar los momentos políticos en los que la alta política recomienda no mover tanto el avispero porque nadie sale indemne después de desprenderse de un primer candidato a diputado nacional en la lista de la provincia más grande del país por sus “descubiertos” lazos con el narcotráfico y el dinero que éste le aportó. Los datos estaban resguardados en una carpeta en el Ministerio de Seguridad, vaya a saberse desde cuándo, de donde salió misteriosamente y fue a parar a las manos del incontenible Juan Grabois, candidato a diputado por la oposición más despreciada. Un peligroso “autoboicot” de la Libertad Avanza, una ayudita sorprendente que dejó con pocas palabras a Grabois, extraño, porque no condice con su temperamento.
Pareciera que ser libertario habilita a hacer cualquier cosa, por eso el presidente “inauguró” en Mar del Plata la primera obra de su gobierno: una fábrica de papas fritas. Cómo interpretar esta situación es un dilema, porque además dicen que el primer mandatario “no puede ni ver las papas fritas”. Sí, es tonto, y sin embargo es verdad.
Después de un año y medio de dar vueltas sobre el concepto de libertad en el que se apoya el actual gobierno, muchos siguen preguntado de qué hay que liberarse. Al margen de bancar al kirchnerismo durante veinte años, con su singular forma de encarar la vida, para los argentinos no existe en su cotidiano una opresión consistente, aunque sí se identifican claramente las imposibilidades para alcanzar lo que desean.
Cuando los libertarios hablan de “la libertad” están lejos de comprender que ella termina donde comienza la libertad del otro. Piden, por el contrario, que las normas para conservar un cierto orden social desaparezcan. En ese marco aceptan las tibias regulaciones que Mr. Sturzenegger asocia con la eliminación de impuestos, más no tanto si se observa que jamás bajará o eliminará el IVA. Los libertarios son fervientes adeptos a las Criptomonedas y más de uno se contagia de ludopatía con la excusa de ganar dinero por ese medio en el que no hay que trabajar. También aman el modo desconsiderado de tratar a los opositores.
Les repugna la democracia y sus instituciones, están atentos a la voz de mando para destruirlas, como se mostró en el Arena el lunes por la noche, aunque en esa muestra cinematográfica la “culpa de todo” era solo de Cristina de Kirchner y sus seguidores. En el fondo, Milei también anhela “destruir el Estado desde adentro”. Lo está haciendo: le consta a esta cronista que en los ministerios se han despedido a unos miles de empleados (muy pocos kirchneristas), pero también han incorporado en la misma o mayor medida a adherentes de la Libertad Avanza, que no concurren a sus puestos ni conocen el trabajo. Descansan sobre los hombros de los que quedaron de la gestión anterior porque ellos sí saben qué es lo que tienen que hacer. Nada nuevo, lo hicieron las cinco “revoluciones” militares de 1955.
A diferencia de los libertarios, los liberales de verdad, o la gente que considera que el liberalismo es la solución para salir de la escabrosa situación económica del país, quieren gozar de la libertad de elegir un trabajo estable, aprovechar las oportunidades para crecer en lo que se han formado, escalar en los puestos laborales y llegar a la cima. Confían en su individualismo, en sus propias capacidades, en las reglas del mercado, aunque no sepan bien cuáles son. No creen en los sindicatos, tampoco en la realización de proyectos en grupos, consideran que quien no trabaja es porque no quiere, y que la solidaridad es una estupidez además de una pérdida de tiempo personal. Son personas que no esperan nada del Estado, pero aprovechan los viajes prepagos que promociona el gobierno a muy bajo costo, cuando lo hace.
Con sus defectos, un liberal es una persona respetable que vive en un país donde las oportunidades de trabajo son escasas, se desarrolla en una sociedad que no está convencida de la necesidad de competir, la economía es tan inestable que los proyectos para impulsar una simple Pyme tienen una vida promedio de cinco años. Los únicos capacitados para responder a estas condiciones liberales son aquellos jóvenes dedicados a la tecnología y las vías digitales. Ellos sí pueden pensar en un futuro, incluso organizar un servicio para brindar a grandes o medianas empresas y vivir cómodamente con sus ganancias logradas a distancia. Cuando están listos, se van del país, no pueden esperar por décadas la recuperación que cada gobierno les propone.
Al principio de esta nota se dejó pendiente para qué los argentinos quieren la libertad, y no es porque se sientan encarcelados. La libertad no es un fin, es un medio para defender el derecho a la expresión del pensamiento propio, la elección del modo en que se quiere vivir, a estudiar y formarse con ayuda y los controles del Estado, a encontrar un trabajo público o privado que satisfaga las expectativas de crecimiento y conceda las ganancias que corresponden, a consumir sin pensar en cuidar los centavos (que ya no existen) para llegar a fin de mes, a desplazarse dentro y fuera del país sin dificultades económicas, a ahorrar por placer y no por temor, y sobre todo a imaginar su propio futuro con la seguridad de que podrá alcanzarlo. La libertad, para gozarla, requiere de previsibilidad.
Si la libertad quiere avanzar tiene que hacerlo por este camino. La Argentina dejará de retroceder si los slogans políticos atienden concretamente las necesidades más urgentes de la sociedad, sin show.