La victoria legislativa de octubre reordenó las fuerzas en el Parlamento y le permitió al Gobierno cerrar el año con su primer Presupuesto aprobado. De la lógica del veto y la resistencia al desafío de conducir la agenda, Milei enfrenta ahora una etapa distinta, con más poder, pero también con mayores responsabilidades políticas.
El Gobierno tuvo un fin de año soñado en el Congreso. Diametralmente opuesto a lo que había resultado todo el desarrollo del mismo en un Poder Legislativo que se convirtió definitivamente en la piedra en el zapato para la administración mileísta… hasta que las urnas hicieron lo suyo.
Tenía sentido lo que sucedió este 2025 en el Parlamento. El presidente Javier Milei llegó al poder hace dos años a caballo de un balotaje que ganó con amplitud, imponiéndose en la mayoría de las provincias: solo perdió en Formosa, Buenos Aires y Santiago del Estero. Un verdadero vendaval violeta que impresionó sobre todo al peronismo, siempre atento a esos detalles, máxime cuando ve desafiado su poder en los distritos.
Pero el líder libertario no había ganado la primera vuelta; por el contrario, reunió un tercio de los votos que le permitieron colarse en la segunda vuelta, pero el número de legisladores era emergente de esa primera elección. Y tratándose además de una fuerza que disputaba entonces su segunda elección en la historia, el número de legisladores que tuvo en ambas cámaras fue el menor histórico para un oficialismo. Un dato que se hizo notorio en este que fue el segundo año de gestión de una Libertad Avanza que contó el primer año con el respaldo de bancadas dialoguistas que se aseguraron de darle gobernabilidad, pero se encontraron con un presidente bisoño y hostil, capaz de llamar “ratas” a los que en mayor o menor medida le dieron los votos para aprobar la Ley de Bases y sostener el mega DNU 70/23.
Esas bancadas actuaron como lo hicieron convencidas de que compartían electorado con el oficialismo y el mandato de sus votantes era colaborar con el Gobierno, pero con el correr del tiempo y el accionar tan particular del mileísmo, convencidos de que necesitaban conservar la identidad, aclararon que tenían su propia agenda que, habiendo asistido convenientemente al Ejecutivo, necesitaban desarrollar. Fue lo que terminaron haciendo con leyes como las universitarias, los aumentos a los jubilados, y luego las emergencias en Discapacidad y Pediatría. Ante ello, el Gobierno vetó una y otra vez, y -nuevo error- se enamoró del tercio conseguido para los blindar los primeros vetos.
El problema para la administración mileísta era que ese tercio nunca fue un número consolidado y se demostró cuando ya no le alcanzaron los diputados para resistir los vetos. Ese es, en líneas generales, un resumen de lo que fue la gestión legislativa de Milei en su primera mitad de mandato. Y no lo ayudó ni siquiera la constante que suele darse en los años electorales, que inexorablemente son de menor actividad, producto de que los legisladores deben hacer campaña en sus distritos. Por el contrario, la oposición no tardó en comprender que si había un lugar donde el Gobierno era débil era el Parlamento, que como caja de resonancia que es amplificaba las derrotas que una y otra vez sufría el oficialismo. Es la razón por la que la oposición se dedicó a asestarle golpes una y otra vez al Gobierno en el Congreso, constante que solo se frenó cuando el Gobierno consiguió su rotunda victoria en las elecciones legislativas.
Ya se sabe que las elecciones de medio término pueden ser inocuas para el peronismo. Las derrotas no producen mayores efectos en la gobernabilidad de esas administraciones. Prueba de ello es el kirchnerismo, que cuando en 2009 perdió su halo de imbatibilidad, ya no volvió a ganar ninguna elección intermedia. Ni siquiera cuando estuvo fuera del poder: perdió en 2013; 2017; 2021 y ahora en 2025. Pero esas administraciones que sufrieron ese tipo de traspiés no perdieron gobernabilidad.
En cambio para los gobiernos no peronistas existe la certeza de que perder una intermedia representa el principio del fin. Dan fe de ello Raúl Alfonsín (1987) y Fernando de la Rúa (2001): los dos se fueron antes; el segundo inmediatamente después del recambio legislativo, luego de que el peronismo le quitara las presidencias de ambas cámaras.
Fue por eso que Mauricio Macri le asignó a las elecciones de 2017 la mayor atención y fue clave que saliera airoso, más allá de que después la economía se le descalabrara -por otras razones-. Y por eso especialmente esta administración se jugó un pleno a un buen resultado. Que se daba por seguro promediando 2025, hasta que las elecciones del 7 de septiembre en Buenos Aires abrieron las puertas del infierno. El resultado tan adverso en ese distrito llevó a pensar lo peor, y no faltaron los que comenzaron a “hacerse los rulos” presagiando una crisis institucional inminente.
Por eso debe mensurarse tan positivamente para el Gobierno la victoria que consiguió en octubre. Nuevamente se impuso en casi todos los distritos, incluso el bonaerense. LLA solo perdió esta vez en Formosa y Santiago.
Las consecuencias se verificaron inmediatamente en el Congreso, el ámbito que había sido hasta entonces tan hostil, y donde el accionar opositor se frenó súbitamente. El viernes pasado el Gobierno pudo coronar de la mejor manera el año legislativo, aprobando su primer Presupuesto. Sus principales figuras lo celebraron en las redes sociales -dónde sino- de manera medida, pero valorando de manera correcta la magnitud de semejante éxito. Porque un resultado distinto hubiese trastocado absolutamente todo.
No necesariamente se hubiera quedado el Gobierno sin presupuesto. Cualquier modificación, como las que comenzaron a vislumbrarse en los días previos -fundamentalmente con el artículo 30°- hubieran obligado a hacer volver a los diputados para completar la faena entre el lunes y martes previos a fin de año, lo que no solo resultaba dificultoso considerando el quórum, sino también hubiera sido un nuevo traspié capaz de poner en tela de juicio la capacidad del remozado oficialismo para dominar ambas cámaras.
Ya había sido expuesta esa situación cuando en Diputados la oposición logró hacer caer el Capítulo XI y el Gobierno lo tomó como una estruendosa derrota. Tardó dos días en comprender que no solo no lo había sido, sino que no tenía que demostrar lo contrario, y volvió sobre sus pasos. El Presidente dio la señal necesaria cuando el domingo pasado anunció que no vetaría el Presupuesto -como insólitamente habían deslizado en la Rosada el jueves anterior-, y a continuación los negociadores del Gobierno hicieron lo suyo.
Diego Santilli trajinó con los gobernadores, mientras Patricia Bullrich se ocupó de garantizar los votos necesarios para todos los artículos y fue clave la votación del inicio de la sesión en la que LLA garantizó que la votación fuera -como en Diputados- por capítulos. Ya en la Cámara baja eso no había alcanzado para evitar el traspié con el Capítulo XI, pero se sabe que, en la discusión artículo por artículo, podría haber resultado peor: otros títulos hubieran podido caer.
Como sea, fue clave que en el poroteo previo LLA se garantizara los votos necesarios para blindar el Capítulo II, que era esta vez el talón de Aquiles, pues allí estaba el artículo 30° y su jubileo de derogaciones del financiamiento en educación y la ciencia. Hubo durante el debate discursos oscilantes, como el de la senadora salteña Flavia Royón, alineada con el gobernador Gustavo Sáenz, que bancó mucho el Presupuesto, pero aclaró que “acompañar no es un cheque en blanco”, y cuestionó las derogaciones. “En vez de hablar de derogar, y derogar, y derogar, Dios quiera que podamos tener una propuesta mucho más constructiva sobre las leyes que no se pueden cumplir y empecemos a discutir y ver cómo es la mejor manera para que estas leyes que defienden derechos como las universidades, los discapacitados, la escuela técnica, la ciencia y la tecnología, tengan una mejor implementación”, dijo. Pero terminó votando a favor.

Flavia Royón contra las derogaciones.
El Capítulo II terminó siendo aprobado con 46 votos, mucho más de lo que los más optimistas hubieran imaginado. El Gobierno salió airoso con holgura, quedó claro que ha hecho pie en un poder que le era hostil. Le esperan desafíos no menores el próximo año. En febrero le espera el debate de la reforma laboral. Y arrancará también en el Senado con un debate que no podrá ser exprés, en el que cuenta con la anuencia de buena parte de la sociedad, pero no será sencillo, como es la reforma del Código Penal. Un debate que se prolongará a las ordinarias.
Con ese capital político y una relación de fuerzas claramente más favorable, el mileísmo estará iniciando su tercer año de gestión en una etapa distinta: ya no se trata de resistir ni de blindar vetos, sino de conducir la agenda legislativa. El Congreso dejó de ser un campo minado para convertirse en un territorio negociable, aunque no dócil. La aprobación del Presupuesto marcó un punto de inflexión, pero no una licencia permanente. Las reformas que vienen exigirán algo más que poroteo y presión electoral: requerirán articulación política, tolerancia al disenso y una comprensión más acabada de que la fortaleza parlamentaria no se declama, se administra. Allí se jugará, en buena medida, la suerte del segundo tramo del experimento libertario.